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El saludo a Mairena, el espaldarazo de Dámaso Alonso y la luz del romancero

Octava entrega de FE DEBIDA: memorias flamencas del investigador portuense Luis Suárez Ávila. «Jimena comenzó a llamarme el especialista de El Puerto y yo le contestaba que “de garganta, nariz y oído”. Pero la biblioteca y el archivo Menéndez Pidal se abrieron de par en par».


Quedamos en que en julio de 1958 estuve en Sevilla. Conocí primero a Miguel Niño Rodríguez El Bengala y luego a Pepe Torre. Que ambos sabían una cosa que yo no podía definir que trataba de Bernardo del Carpio y que yo anoté en mi cuaderno lo que me cantaron.

Escribí cómo Juan Vargas Ortega, Juan La Cera, me presentó en el Teatro Principal de El Puerto a Antonio Mairena, en mayo de 1958.

Fue en julio del mismo año 1958 cuando vi, otra vez, a Antonio Mairena en la calle Laraña de Sevilla. Lo paré, le hablé de que lo había conocido en El Puerto y de quién nos presentó. Pero lo más importante es que yo acababa de recoger esas dos cosas y se lo comuniqué. La impresión que Antonio me causó entonces fue demoledora. Con un lacónico y despectivo «¡Eso es lo que cantan los ciegos por las esquinas!» intentó evadir al niñato que era yo y trataba, al parecer, de importunarlo por mitad de la calle. Para colmo de los colmos, lo llamé espontáneamente «¡Marchena, Marchena!», garrafal error mío que le sentó, como es imaginable, francamente mal. Y es que, por aquellos entonces, yo chanelaba bien poco de estas cosas. Pero le insistí en que yo le había recogido esas dos cosas a El Bengala y a Pepe Torre. Entonces, Antonio cambió de actitud y se mostró interesadísimo, hasta tal punto que dos o tres días después nos vimos y le entregué unas copias de los textos de los romances y le apunté –por lo bajini, a mi modo– la música. Era la de la antigua soleá de baile, con que Antonio lo grabó para la casa Columbia, en 1959. Sin yo saberlo, ni intuirlo siquiera, aquella grabación sirvió para acabar con la interdicción y el maleficio que suponía cantar estos «corridos» fuera de la ceremonia de la boda gitana. Al fin se rompió el hielo y se me abrieron otras puertas que permanecían, hasta entonces, herméticamente cerradas.

 

«Antonio Mairena intentó evadir al niñato que era yo y trataba, al parecer, de importunarlo por mitad de la calle. Para colmo de los colmos, lo llamé espontáneamente «¡Marchena, Marchena!», garrafal error mío que le sentó francamente mal»

 

Ya en El Puerto, José Luis Tejada, a quien le mostré lo que yo había recogido, me puso en antecedentes sobre los romances, el romancero y alguna cosa más. Por primera vez, eché mano del Romancero de don Agustín Durán (1849-1851), de la biblioteca de mi padre, me lo llevé a mi cuarto, y me partí la cabeza para buscar esos textos, porque pude comprobar que el que don Agustín llamaba romance de Roldán y el trovador se parecía a los dos que yo había recogido en algo y, a veces, en casi en nada, y en muchos versos totalmente en nada. Y la verdad es que yo tenía en mi cabeza un completo batiburrillo. Lo primero que se me ocurría es que los dos gitanos estaban equivocados, ya que los consideraba más incultos que un señor que había publicado un libro. Así le daba más importancia al texto de Durán que a los que yo había recogido. Yo ignoraba, en aquel entonces, qué era un romance de la tradición oral, ni que el romancero vivía en variantes, ni que existían las contaminaciones y fusiones romancísticas. Estaba totalmente pez.

 

José Luis Tejada.

 

El día de Santiago, no se me olvida, del año 1961, José Luis Tejada nos llevó a mi amigo José María García Máiquez y a mí a Cádiz, donde, en los Cursos de Verano, Dámaso Alonso daba una conferencia sobre Góngora y el Polifemo. Por la tarde, merendando en mi casa, Dámaso, su mujer, Eulalia Galvarriato, José Luis y mis padres se enzarzaron en una animada tertulia. Al cabo, José Luis me llamó y me dijo que le enseñara a Dámaso lo que yo había recogido. Se lo mostré y, llevándose las manos a la cabeza, dijo: “¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad!”. En ese momento, a mí se me cayó la tierra que tenía a mis pies, pensando en qué sería la barrabasada que yo habría hecho, pero enseguida me tranquilizó. Me dijo qué era el romancero de tradición oral. Que aquellos textos eran rarísimos, pues eran épicos. Que yo tenía que seguir tratando de conseguir otros. Le dije que los había recogido a un gitano, procedente de El Puerto, y a otro oriundo de Jerez. “Pues sigue”, me dijo, y me indicó que era conveniente que anotara el informante, la fecha, el lugar y, con total fidelidad, el texto y, a ser posible, la música, grabándola.

 

«Yo ignoraba, en aquel entonces, qué era un romance de la tradición oral, ni que el romancero vivía en variantes, ni que existían las contaminaciones y fusiones romancísticas. Estaba totalmente pez»

 

Aquel espaldarazo de Dámaso a mis textos y los elogios que hizo sobre lo inusitado del romancero de tradición oral épico e histórico que yo había hallado hicieron recapacitar y entusiasmaron a mi padre sobre la conveniencia de proporcionarme la bibliografía necesaria para que yo fuera conociendo ese fenómeno. Y así fue. Me dotó poco a poco de Romancero Hispánico y Estudios sobre el Romancero de Don Ramón; de los volúmenes que iban saliendo del Romancero tradicional de las lenguas hispánicas; de Por campos del Romancero y Siete siglos de Romancero de Diego Catalán; de la Antología de poetas líricos castellanos de Menéndez Pelayo… En fin, de todo lo que fue saliendo en aquellas fechas o que él tenía en su biblioteca.

Se acabaron las prédicas continuas de mi padre, que me recordaba, hace unos días, Enrique García Máiquez: “Luisito, hijo mío, por los clavos de Cristo, estudia, que estás todo el día perdiendo el tiempo con los gitanos”.

 

«Luisito, hijo mío, por los clavos de Cristo, estudia, que estás todo el día perdiendo el tiempo con los gitanos»

 

En el volumen de R.T.L.H. del Rey Don Rodrigo y de Bernardo del Carpio y, sobre todo, en una nota a pie de página en Por campos del romancero, hallé el nombre de Juan José Niño López, de 59 años, a quien en 1916 Don Manuel Manrique de Lara encuestó en Sevilla, en la calle Pureza, 127. Nadie supo, en aquel entonces, lo que yo sabía de este informante: que era gitano y que era tío bisabuelo de mi informante inicial, Miguel Niño Rodríguez El Bengala. Pero en esos volúmenes de R.T.L.H., en Por campos del Romancero y en Siete siglos de romancero comencé a ver los nombres de Diego Jiménez, Joaquín Jiménez, Rosario Vega, Joaquina Lérida, Encarnación Rodríguez, Joaquín Bermúdez, Gabriel Monge Nene…, que me pusieron en guardia, porque también comprobé que eran gitanos, cosa que nadie sabía. Ese era, finalmente, según deduje, el secreto de tan interesantes y raros textos que les había recogido Don Manuel Manrique de Lara a esos informantes de Cádiz y de Triana. Ciertamente esos romances eran inhallables en cualquier otro lugar el mundo hispánico. Así, en 1985, por agosto, cuando Diego Catalán Menéndez-Pidal, con quien algo antes yo había conectado y había intercambiado mis sospechas telefónicamente, se decidió a venir, invitado por mí, a El Puerto a conocer a mis informantes, se emocionó hasta llorar al oír a José de los Reyes El Negro o a Alonso y Juana del Cepillo. Diego permaneció en El Puerto unos cuatro días. Le mostré mi cuaderno de campo; le puse mis cintas grabadas. Diego iba de sorpresa en sorpresa. Aquello se trataba de una inexplorada rama del Romancero. Cuando en mi biblioteca vio su Por campos del romancero, lo tomó y me lo dedicó con estas palabras: «A Luis Suárez, después de descubrir al descubridor de lo inaccesible (el fascinante romancero genuinamente gitano) y de gozar juntos de una emoción imposible de grabar y conservar fuera de la memoria. 25 de agosto de 1985».

 

«A Luis Suárez, después de descubrir al descubridor de lo inaccesible (el fascinante romancero genuinamente gitano) y de gozar juntos de una emoción imposible de grabar y conservar fuera de la memoria» (Diego Catalán Menéndez-Pidal)

 

‘Por campos del romancero’, de Diego Catalán Menéndez-Pidal, dedicado a Luis Suárez Ávila.

 

Uno de aquellos días, me pareció oportuno invitar a una de las reuniones que teníamos a los profesores Pedro Piñero y a Virtudes Atero, a quienes yo había entregado poco tiempo antes mi folleto Corridos corridas o carrerillas, verdadero origen del cante flamenco de 1971, que utilizaron para su Romancero andaluz de tradición oral (BCA, nº 53, Barcelona, 1986, pp. 19, 20, 28, 29 y 67),  y pudieron conocer de mi mano el mundo de los romancistas gitanos a los que yo había recogido ya una buena colección de romances. Cuando oyeron los romances y a alguno de mis gitanos, yo había conectado a El Planeta y a El Fillo, informantes que fueron en los años 1838 y ss. de Estébanez Calderón, con los que lo fueron de don Manuel Manrique de Lara en 1916, con los hijos de Enrique El Mellizo, informantes de don Álvaro Picardo en 1922 y con mis ya veinticinco informantes. Aunque las noticias del canto de los romances por los gitanos venían de antiguo, posiblemente de los años 10 del siglo XVII o aún antes, era claro que el pionero de la recolección de los romances a los gitanos fue Don Serafín Estébanez Calderón.

De aquellas reuniones portuenses partió también la idea de Diego de convocar un IV Coloquio Internacional del Romancero en El Puerto de Santa María, del que hablaré en su momento.

Ciertamente me he desviado de lo que al principio traté. Y fue mi inicial amistad con Antonio Mairena y la grabación por éste en Columbia del romance que tituló en la carpeta del disco: Romance de Bernardo del Carpio (siglo XII). Aunque en realidad se trató del romance de Bernardo del Carpio al pie de la torre + Bañando está las prisiones + Entrevista con el rey que yo había recogido en dos versiones, prácticamente iguales, a Miguel Niño El Bengala y a Pepe Torre y se las había dado a Mairena.

 

«Jimena Menéndez Pidal comenzó a llamarme el especialista de El Puerto y yo le contestaba que “de garganta, nariz y oído”. Pero la biblioteca y el archivo Menéndez Pidal se me abrieron de par en par»

 

Diego Catalán Menéndez-Pidal.

 

De mi impericia más absoluta, pasé a ir sabiendo, poco a poco, a tratar los textos que iba recogiendo, gracias a la generosidad impagable de Diego Catalán y de todo su equipo: Ana Valenciano, Flor Salazar, Jesús Antonio Cid, Mariano de la Campa, Carmen Alvarado…  que, en mis viajes a Madrid, e, incluso telefónicamente o por escrito, me fueron formando cariñosa y pacientemente, resolviendo todas mis angustiosas dudas, entusiasmados por la rareza de los textos que iba recogiendo. Jimena Menéndez Pidal comenzó a llamarme el especialista de El Puerto y yo le contestaba que “de garganta, nariz y oído”. Pero la biblioteca y el archivo Menéndez Pidal se me abrieron de par en par. Y pude acceder a los textos que Manrique de Lara, en 1916, había recogido, en Triana y en Cádiz, a los que yo había identificado como gitanos. Nunca estaré, por ello, lo suficientemente agradecido.

Al cabo del tiempo, cuando yo tenía recogidos once textos de Bernardo al pie de la torre + Bañando está las prisiones + Entrevista con el rey y dieciocho textos de Bernardo del Carpio, con cartas y mensajero, lo pude apreciar. Los dos iniciales textos recogidos por mí podían relacionarse con el Romance de Roldán al pie de la torre + El prisionero, recogido por Estébanez Calderón y entregado a Don Agustín Durán, convertido entre los gitanos en Bernardo del Carpio, al pie de la torre + Bañando está las prisiones + Entrevista con el rey. Sobre este romance solamente Sam G. Armistead había escrito una palabra: “misterioso”. Nada más. Hasta 1989 no pude desentrañarlo y presentar una ponencia en el congreso internacional de Reus que titulé Bernardo del Carpio y los gitanos bajoandaluces.

Imagen superior:  Dámaso Alonso y Eulalia Galvarriato 

 

→ Ver aquí todas las entregas de Fe debida: memorias flamencas del investigador portuense Luis Suárez Ávila.

 

 


Luis Suárez Ávila (El Puerto de Santa María, Cádiz, 1944) es posiblemente el decano de los investigadores flamencos. Máxima autoridad mundial en el Romancero, es abogado y desde muy joven sintió la llamada del cante más puro.

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