Plumas, vedettes y flamenco
Recuerdos de hace más de cuarenta años cuando los artistas consagrados del flamenco actual justamente estaban naciendo, y el género estaba definiendo su identidad como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
La época de los bulliciosos cafés cantantes que ofrecían flamenco además de una variedad de artistas iba perdiendo vigencia mucho antes de la guerra civil española. Y después de la guerra, numerosos artistas lograron sobrevivir a la terrible escasez trabajando en compañías ambulantes de variedades. Pocos hogares, especialmente en los pueblos pequeños, tenían un televisor hasta finales de los años setenta, por lo que el entretenimiento más allá de una radio sería un espectáculo en vivo, que a su vez necesitaba un teatro. Y como muchas localidades no disponían de teatro, las compañías itinerantes lograron generar ingresos modestos a base de muchos kilómetros de carretera, muchos bocadillos de manteca, y espectáculos variados para centros municipales, patios de colegios y otros escenarios improvisados.
Con la desaparición de Franco y la censura, llegó la fiebre del “destape”, la semidesnudez femenina en espectáculos, sugestivas películas frívolas y presentaciones de variedades que inundaron el mercado con una combinación de flamenco, humoristas y vedettes, mujeres hermosas que cantaban y bailaban vestidas de lentejuelas y plumas. Si miras fijamente a los afiches que encabezan este artículo, además de nombres destacados de la época como Niño Ricardo, Curro de Utrera, Porrinas de Badajoz, Juanito Valderrama, Juan Habichuela, Pepe Marchena, Gabriel Moreno, Niña de La Puebla, Fernanda Romero o el Espeleta de Cádiz entre otros, verás que Juanito Valderrama presenta a Camarón de la Isla como “el valor más puro del cante flamenco de todos los tiempos”, palabras que revelan la dimensión de popularidad del joven cantaor desde principios de los setenta.
Trabajando este mismo circuito había artistas vibrantes como Enrique Montoya, Amina, La Pelúa, Faíco, El Chino de Málaga, y grupos de sevillanas como los Romeros de La Puebla entre muchos otros. Me siento afortunada por haber pillado el último coletazo de las revistas musicales itinerantes con vedettes y flamenco. “Afortunada”, porque a pesar de las condiciones primitivas e ingresos discretos, me alegro de haber podido conocer in situ un capítulo de la historia del flamenco a punto de desaparecer, una manera de trabajar que cuesta imaginar en la época actual de teatros lujosos y acomodados camerinos con catering.
«Se presentó un hombre que representaba al sindicato de artistas. Me pidió que apuntara los títulos de cada “temita” y los nombres de los compositores. Primero puse “alegrías”, y el tipo dijo que pusiera el nombre completo del compositor y número de teléfono, así que escribí “Enrique Mellizo” e inventé un número de teléfono con el código de Cádiz»
La compañía con la que iba fue protagonizada por una vedette cuarentona, Pilarín Cuevas, y además de nuestro pequeño grupo de flamenco había un dúo cantante, Las Hermanas Lima, un cantante de copla de Almería, Manolo Campos y la Portuguesiña, una bailarina gogó vestida de bikini y que se movía frenéticamente por el escenario a una grabación de Daddy Cool. Había también un humorista presentador de cuyo nombre no me acuerdo. Otras compañías de la época a veces llevaban un acróbata, un malabarista o un mago. En esta compañía, el flamenco servía de telonero con fandangos de Huelva, alegrías y rumba.
Salimos de Madrid una mañana, una caravana de cuatro coches, después de recoger grandes cajas de cortinas para colgar en cada sitio, y un montón de cartones de Marlboro que serían rifados en el descanso de cada espectáculo. Al llegar a una ciudad, colocamos un megáfono en el techo del primer vehículo, y circulamos despacio anunciando la función con palabras típicamente hiperbólicas, “mundialmente conocidos artistas” y toda la cosa.
Después de girar por varios municipios al noroeste de Madrid, incluyendo unos días seguidos en la sala de fiestas La Tartana en Salamanca, nos dirigimos hacia Extremadura, pueblos tan chicos que no había ninguna vía asfaltada. En uno de ellos, las autoridades municipales habían dispuesto una suerte de “teatro” en un espacioso granero. Un par de gorrinos despistados fueron escoltados a otro lugar, pero había que despejar el suelo del heno. Nos dieron a cada uno una horquilla para la tarea… A cada uno menos a los guitarristas que alegaban la necesidad de proteger las manos. Los espectadores llevarían sus propias sillas plegables. No había agua corriente, así que mojamos las esponjitas del maquillaje “pancake” en Coca Cola que había quedado de otro día.
No todos los escenarios eran tan primitivos. Otros sitios que recuerdo son una discoteca de lujo llamada Fokker en Jaraíz de la Vera, un centro cultural en Guadalupe o el teatro Lope de Vega de Chinchón en el viaje de regreso. En el Fokker, se presentó un hombre justo antes de la actuación, diciendo que representaba el sindicato de artistas. Me dio un formulario e indicó que apuntara los títulos de cada “temita” y los nombres de los compositores, aunque le dije que en el flamenco no había compositores en el sentido convencional. Recuerdo que primero puse “alegrías”, y el tipo dijo que pusiera el nombre completo del compositor y número de teléfono, así que escribí “Enrique Mellizo”, inventé un número de teléfono con el código de Cádiz y rellené el resto del formulario con nombres fantasiosos y números al azar.
Son recuerdos de hace más de cuarenta años cuando los artistas consagrados del flamenco actual justamente estaban naciendo, y el género estaba definiendo su identidad como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.