La fiesta es cosa seria
Sin el flamenco canalla, el de la guasa del camarero del bar de la esquina, vestigio inconfundible de los históricos majos, al flamenco le falta parte de su identidad.
A estas alturas, la mayoría de las personas leyendo estas palabras conocen mi interés en el subestimado flamenco festero, especialmente la bulería, pero también tangos y tanguillos. Espero volver a este tema en futuros artículos, no sólo para recordar a figuras del pasado casi olvidadas, sino para destacar la importancia de este tipo de expresión tan integrada en la personalidad flamenca. En Andalucía, ni Córdoba ni Jaén ni Huelva ni Almería han desarrollado un repertorio de flamenco festero. Eso nos deja Málaga, Granada, Sevilla y Cádiz, especialmente los dos últimos, para llenar el cupo del ange y surrealismo tan cultivado en el tipismo andaluz.
Es simplista considerar “puras” las siguiriyas, pero las bulerías, no. Algunos historiadores de la música han teorizado que la figura del “festero”, intérpretes especializados en las formas festivas del cante y baile flamenco, sugiere una cultura de reuniones informales que a su vez enriquece todo el ecosistema jondo, incluidas las formas más dramáticas. Quizás en un intento de sobrecompensar las injusticias del pasado, escritores, notablemente Lorca, cultivaron el romántico lugar común del flamenco de tragedia y oscuridad, en detrimento del concepto de lo festero. De hecho, parece que a mayor sufrimiento y privación, más intensa la fiesta. Pude observar esto cuando entrevistaba a jornaleros que malvivían en las terribles condiciones de las rudimentarias viviendas comunales llamadas gañanías donde tuvieron lugar las fiestas más desenfrenadas.
«El maestro Antonio Mairena, a pesar de su propio interés en las formas más serias y su semblante de dignidad, fue gran cantaor y bailaor de bulerías»
Mi fascinación con la dimensión del flamenco festero empezó a tomar forma hace años después de que un amigo mío viera la famosa rutina del Bombero del Nano de Jerez (Cayetano González Fernández, 1948), un numerito festero muy conocido, con fantasía y doble sentido, en torno a un bombero y sus esfuerzos de rescate, con el compás de bulerías siendo el pegamento que une todo y mantiene la marcha. El número no es original del Nano, aunque su nombre está ligado a su interpretación. Este trocito de surrealismo, una chufla en términos flamencos, fue transmitido de la generación anterior mediante un artista festero muy popular que se llamaba el Brillantina (Manuel Rodríguez del Alba, Chiclana 1920-1970), muy solicitado en el auge de la época de los tablaos, y que la aprendió (“la mangó”, dirían algunos) de Manuel de Jesulito (Manuel Fernández Cantero, Cádiz, m.1985) según el Gineto de Cádiz (Juan Jiménez Pérez, 1925-2010), a quien entrevisté en el 2007.
El susodicho amigo flamenco, profundamente atraído por la soleá y la siguiriya, tenía escaso o nulo interés en las bulerías u otras formas festeras, y quedó ultrajado al ver lo del Bombero, que consideraba un “insulto vergonzoso al flamenco”. De pronto, todo su discurso jondo, “soníos negros” y toda la cosa, sonaba a hueco. Sin el flamenco canalla, el de la guasa del camarero del bar de la esquina, vestigio inconfundible de los históricos majos, al flamenco le falta parte de su identidad. El maestro Antonio Mairena, a pesar de su propio interés en las formas más serias, y su semblante de dignidad, fue gran cantaor y bailaor de bulerías. Los golpes en el suelo y muecas absurdas de los extranjeros neófitos cuando pretenden representar el flamenco son el resultado de un largo proceso de privación de la faceta festera del flamenco, debido en gran parte a la deformación de parte de Hollywood en una época cuando detalles folklóricos representaban para muchos el primer contacto con el género. La veterana Luisa Triana que baila en películas de la época explica que fue cinematográficamente oportuno servirse del flamenco como arte melodramático de personas intensas y sudadas, que se deshacían de su angustia a través del taconeo, y el resto de la historia no se contaba.
A lo largo del siglo veinte, esta austeridad artificial llegó a representar el anhelado “flamenco auténtico” que tantos sueñan con tener la suerte de encontrar, incluso cuando la búsqueda es tan inútil como perseguir un arco iris para alcanzar el duende.
Imagen superior: El Nano de Jerez y Eduardo Rebollar. Foto: Estela Zatania