Los festivales de verano
Me cuesta imaginar un verano sin venerables festivales como el Potaje Gitano de Utrera, la Reunión de Cante Jondo de La Puebla de Cazalla, la Caracolá Lebrijana, el Gazpacho Andaluz de Morón, el Festival de Cante Grande de Ronda, el Festival de Cante Jondo de Antonio Mairena, la Fiesta de la Bulería
Foto: Fiesta de la Bulería. Por Estela Zatania
Cada año alrededor de estas fechas me escribe gente –amigos y desconocidos, españoles, extranjeros– queriendo saber qué festivales recomendaría de la temporada a punto de comenzar.
También hay los que se quejan de la larga duración de los festivales tradicionales, las incómodas sillas plegables, la distracción de las idas y venidas del público o la nefasta amplificación. Hace poco un programador municipal propuso como norma un máximo de cuatro cantaores, un grupo local de baile y la eliminación del servicio de barra. Será lo que un funcionario define como “divertido” en el nuevo milenio. Otros querrían ver la discreta desaparición de una vez por todas de estos eventos.
A mí, personalmente, me cuesta imaginar un verano sin los venerables festivales como el Potaje Gitano de Utrera, la Reunión de Cante Jondo de La Puebla de Cazalla, la Caracolá Lebrijana, el Gazpacho Andaluz de Morón de la Frontera, el Festival de Cante Grande de Ronda, el Festival de Casabermeja, el Festival de Cante Jondo de Antonio Mairena, el Festival Al Gurugú de El Arahal, el Festival de Cante Grande “Fosforito” o la Fiesta de la Bulería, entre tantos otros.
Los festivales de verano son happenings flamencos. Para muchas personas, es lo más parecido a un ambiente natural que nada tiene que ver con un auditorio silencioso donde permaneces en tu butaca de terciopelo, mientras azafatas con linternitas imponen una disciplina militar. Llámame romántica, pero intentar convertir los festivales flamencos en eventos civilizados va en contra de las leyes naturales.
Un recuerdo nostálgico compuesto de un festival tradicional en algún lugar de Andalucía, una tarde noche calurosa de verano… Cientos de aficionados se han congregado en una zona abierta al aire libre, y una luna llena decora el cielo. El señor al lado tuyo lleva nevera y te sirve Tío Pepe en una copita de plástico que te entregó cuando has ocupado tu asiento. La esposa te ofrece taquitos de jamoncito y el sobrino quiere saber si prefieres a Antonio Reyes o Rancapino. Cuando dices que te encantan los dos, el joven sonríe y vuelve a llenar tu copa. Los cantaores del programa varían entre aceptables y soberbios, y se pasa bastante tiempo debatiendo sus respectivos méritos con tus nuevos amigos. Después de un par de horas vas a la barra dentro de la zona del festival. Pasas apresuradamente por la caseta de inodoros portátiles donde te abstienes de entrar. Hay un pequeño grupo en la barra turnándose por soleá, y te das cuenta de que algunos son amigos que no has visto desde el festival del año anterior. Entre cante y cante te ofrecen un montaíto, y desde la distancia se escucha baile. Vuelves a tu sitio pero los asientos están revueltos, así que te instalas en cualquier lugar y otra familia te adopta, ofreciéndote un pincho de tortilla y vino de Jerez. El micrófono chirría y un joven intérprete empieza por soleá apolá.
Muchos cantes más tarde, un largo fin de fiesta remata el evento justamente con la primera luz del sol estival, y te diriges hacia el lugar más cercano de chocolate y calentitos donde puede haber algo de cante informal gestándose.
Estás a punto de desplomarte del cansancio, pero no hubieras perdido esto por nada del mundo. ¿Realmente necesitan los aficionados un ambiente de teatro para disfrutar del flamenco? ¿No son válidas ambas formas? Estas preguntas conllevan un importante tema paralelo: ¿qué tipo de flamenco llegará a ser la norma si el arte jondo solo se ve en los teatros?