Una anécdota de Tomás Pavón
Recién acabada la Guerra Civil, apareció Tomás acompañado de un aficionado vasco de buena posición económica que quería escucharlo en privado. El vasco era un sentimental al que solo le gustaban las letras que se referían a las madres, porque había perdido a la suya hacía poco, y los fandangos, su cante preferido. Tomás le solía cantar a su madre
Una noche de hace ya tres décadas, estando tomando copas por la Alameda de Hércules, popular barriada de Sevilla que fue durante décadas el más importante centro flamenco del mundo, conocí a un íntimo amigo de Tomás Pavón, un hombre de unos ochenta y tantos años, delgado, con mala cara y casi sin voz: Antonio Villegas Acedo. Este hombre había tenido una tabernita en la calle Relator heredada de su padre, y me contó que una noche de principios de los cuarenta, recién acabada la Guerra Civil de 1936, apareció Tomás acompañado de un aficionado vasco de buena posición económica que quería escucharlo en privado. Antes de que comenzara a cantar, el hermano de la Niña de los Peines mandó llamar al guitarrista Antonio Moreno, cordobés, aunque criado en la Alameda, con quien Pastora Pavón había grabado unos discos estupendos en 1932. Este guitarrista era tan raro como Tomás, según me dijo Antonio Villegas, y no aguantaba bromas de ningún tipo.
El aficionado vasco era un sentimental al que solo le gustaban las letras que se referían a las madres, porque había perdido a la suya hacía poco tiempo, y los fandangos, su cante preferido. Tomás le solía cantar a su madre Pastora, aquella letra tan emotiva: A mi mare por su alma/ toítas las noches le rezo, por granaínas, y se la tuvo que cantar varias veces. El vasco no hacía nada más que llorar y beber como un cosaco, y Antonio Moreno, que era otro sentimental, consolándolo. Estuvieron así toda la noche, hasta que por la mañana, al ajustar cuentas, preguntó el que tenía que pagar la reunión, que cuánto era. Tomás y Antonio se miraron muy serios, y como lo habrían hablado antes, le dijo Tomás: “Mire, como se ha pasado toda la noche llorando, estamos en paz. Pague las copas y se acabó el asunto”.
«Como no había camerinos en el local, alguien le dijo que podían cambiarse en un sótano cercano. Cuando Vallejo bajó al sótano y vio los ataúdes, salió corriendo escaleras arriba y, maldiciendo a Naranjito y a todos sus antepasados, no volvió nunca más a ese pueblo»
Un día le conté esta anécdota a Chocolate, que era tomasista hasta la médula, y aprovechó para contarme otra similar que le ocurrió a él cuando tendría unos 15 años. Había en Sevilla un aficionado de mucho dinero que quería mucho a su madre, y una noche, estando Chocolate buscándose la vida con La Moreno, se encontró con él y le preguntó: “¿Tendrías algún inconveniente en venir a cantarle unos fandangos sentimentales a mi santa madre?”. Chocolate le dijo que ningún inconveniente, porque además estaba sin comer y necesitaba el dinero. Lo montó en su coche y lo llevó al cementerio de Sevilla, al viejo puente de San Jerónimo, que ya no existe. Estaba lloviendo cuando estaban en el puente, le dijo que le cantara a su madre media docena de fandangos. Antonio se quería morir, lloviendo a mares, sin guitarrista y viendo los espigados cipreses desde el puente. Mientras él cantaba algunas letras de El Carbonerillo y El Bizco Amate, el pobre hombre no paraba de llorar como un niño. ¿Se imaginan el cuadro, la escena, la lúgubre estampa? Eran los aficionados de entonces, personas que podían pedirle a un cantaor unas letras concretas o unos palos determinados, porque podían pagarles. Esto se daba mucho en los cuartos de la Alameda, en locales como La Europa o Las Siete Puertas, que ya no existen.
Fue una época dura para los cantaores y las cantaoras, y quizá algo denigrante, pero era lo que había. No todos podían vivir del teatro, solo unos cuantos. Algunos cantaores no servían para acceder a los caprichos de los señoritos. Por ejemplo, Manuel Vallejo. Si alguien le pedía a don Manuel una letra romanticona, porque estaba enamorado o sufría por algún desengaño amoroso, le decía: “Busque usted al Niño de Marchena, que ese echa rosas y colonia por la boca”. No lo podía ni ver, por cierto. Alguna vez dijo que era un cantaor para señoritas. Y cualquiera le pedía a Vallejo un fandango que se refiriera a alguien muerto. Ya mayor y medio retirado, Naranjito de Triana lo contrató para cantar con él en El Viso del Alcor. Como no había camerinos en el local, alguien le dijo que podían cambiarse en un sótano cercano, de una funeraria. Cuando Vallejo bajó al sótano y vio los ataúdes, salió corriendo escaleras arriba y, maldiciendo a Naranjito a todos sus antepasados, no volvió nunca más a ese pueblo.