40 años dando el cante
Entre todos me metieron dentro el cante y quise ser cantaor, aunque lo dejé porque todo era darme la entrada una guitarra y sudar como un pollo en una era. El flamenco te atrapa y ya no te suelta jamás. Y te mueres con él metido en las entrañas.
Se han cumplido estos días cuarenta años de mi relación con el flamenco, que comenzó a los 17. Ya saben mi edad. Aunque en realidad empezó mucho antes, de niño, en Palomares del Río, donde escuchaba cantar a mi madre aquellas milongas de la posguerra mientras lavaba en el lebrillo del corral. Y donde me quedaba absorto oyendo a los viejos en las tabernas, con aquellas voces quemadas por el vino peleón que eran capaces de emocionarme con sus historias. Pero a los 17 años me fui a vivir a una barriada de Sevilla, Su Eminencia, donde se fundó la Peña Flamenca El Chozas, que aún existe. Y ahí comenzó todo. De noche, mientras intentaba dormir, escuchaba a los aficionados cantar en esta peña y algo me llamaba. Me levantaba de la cama, me vestía y entraba en el local para comprobar qué era eso que me presionaba el pecho y que me hacía pensar en cosas que jamás había pensado. Que me emocionaba hasta límites que desconocía hasta ese momento.
El primer cantaor al que comencé a seguir fue precisamente El Chozas, el titular de la peña, que no tiene nada que ver con El Chozas de Lebrija. Era un nuevo cantaor del sevillano barrio de Los Carteros que acababa de grabar su primer disco, mi primer elepé. Más tarde vi en esta peña a cantaores como Antonio Mairena y su hermano Manuel, Naranjito de Triana, Luis Caballero, Lebrijano, Niño de Fregenal, el Gordito de Triana o Cepero de Cantillana, entre otros muchos. Entre todos me metieron dentro el cante y quise ser cantaor, aunque lo dejé porque todo era darme la entrada una guitarra y sudar como un pollo en una era. No valía para cantar delante del público. Una noche lo hice en la Peña Flamenca del Cerro del Águila, en Sevilla, en un concurso, con los ojos cerrados, y cuando los abrí se había ido la mayor parte del público. Fue entonces cuando decidí, con 20 años, que tenía que ser crítico de flamenco. De eso hace ya treinta y siete y aquí estamos, con doce libros escritos y miles de críticas hechas en teatros y festivales de medio mundo. Podría decir que con la misma ilusión que el primer día, que queda siempre muy bien, pero la verdad es que estoy un poco cansado. A veces reflexiono y llego a la conclusión de que no tiene sentido esto de escribir sobre un arte tan complejo, tan difícil, pero pongo un disco de Tomás Pavón o Manuel Vallejo y le veo todo el sentido del mundo. No podría vivir sin escribir de flamenco, porque además lo convertí en mi profesión. Soy de los pocos críticos profesionales que viven de esto exclusivamente, de escribir, en un país, España, donde escribir es llorar.
Toda mi vida gira en torno al flamenco: me levanto cada mañana pensando en qué voy escribir o qué voy a escuchar. Y me acuesto repasando todo lo hecho a lo largo del día, sin poder conciliar el sueño, con el compás metido en la cabeza y los versos de una soleá invitándome a cantar con sentimiento. El flamenco te atrapa y ya no te suelta jamás. Y te mueres con él metido en las entrañas. Y te vas de este mundo, supongo, pensando en que te perderás a ese genio del cante, del baile o del toque, que está aún por nacer. Siento haberos aburrido hoy con esta efeméride, en vez de haber tocado algún tema de actualidad, pero necesitaba compartir con vosotros el sentimiento de llevar cuatro décadas ligado a un arte que me cambió totalmente la vida y que me ha permitido conocer a genios como Valderrama, Mairena, Sabicas, Morente, Camarón, Farruco, Paco de Lucía o Manolo Sanlúcar. Es un privilegio que no sé muy bien si merezco, pero que agradezco con toda el alma. Y aquí seguiré, contra viento y marea, hasta que el cuerpo aguante, luchando por los flamencos.
* Artículo publicado originalmente en ExpoFlamenco el 7 de octubre de 2015.