Caballero Bonald, a la libertad por el flamenco
El gran escritor jerezano José Manuel Caballero Bonald, infatigable divulgador del arte jondo, ha fallecido a los 94 años de edad. Defendió una idea del flamenco como bandera de rebeldía y emancipación.
Me parece que estoy viendo y oyendo a Pepe Caballero Bonald, subido en un taxi lleno de amigos por encima del aforo permitido, atravesando la noche gaditana y canturreándose entre risas aquellos tanguillos del tablao de Manuel Tablones y la Quica, su prima hermana. Quiero retener esa imagen porque no todo el mundo conocía la faceta desenfadada y flamenca del escritor jerezano, pero era sin duda uno de sus rasgos esenciales, tanto o más que su conocido perfil de hombre erudito y circunspecto.
A los 94 años se nos ha ido Caballero en su casa de Madrid, lejos de Sanlúcar y su Doñana, ese pedazo de costa que él elevó a la categoría de territorio mítico, la Argónida de algunos de sus mejores textos, y donde había pasado sus últimos tiempos, entre las dolencias de la enfermedad y el calvario de la vista casi perdida, que le negaba el placer de leer. Quiero creer, sin embargo, que la música le acompañó hasta el final. Que ese flamenco al que él tanto dio le consoló en los últimos momentos, como un bálsamo para su alma nonagenaria.
Como jerezano, Caballero Bonald se empapó de cante jondo desde su primer uso de conciencia, e hizo de él una bandera en un momento en que –conviene no olvidarlo– el flamenco era contemplado por lo general con una mezcla de indiferencia y desprecio. Una bandera del orgullo sureño, de la libertad, de la dignidad.
Puso el foco en las letras “que narran peripecias de la vida del intérprete, generalmente asociadas a tragedias familiares y a hechos de su entorno social: persecuciones, penalidades, cárceles, muertes, referencias a la madre, a la compañera, a libertad. Ese es el único argumento del drama. Esa parte de la historia que los historiadores no cuentan”. Así, intuyó como nadie que en los desgarros y quejíos del género había una semilla de rebeldía que podía ayudar a superar las oscuridades de la dictadura y alumbrar un futuro más amable para el país.
Sus dos primeras incursiones en el terreno del ensayo estuvieron precisamente dedicadas al flamenco: El cante andaluz (1953) y El baile andaluz (1957). Pero fue su extraordinario Luces y sombras del flamenco (1975) el título que lo consagró como uno de los grandes divulgadores de este arte, maravillosamente ilustrado por las instantáneas de la gran Colita.
«Hoy el flamenco está un poco más solo, un poco más huérfano, sin el calor de uno de sus más vehementes valedores. Pero el propio Caballero Bonald nos dejó una lección de vida que nos impele a mirar hacia delante, ese carpe diem con que quiso titular su poesía completa: Somos el tiempo que nos queda»
Pero si hubiera que resaltar una sola aportación del jerezano a la música de sus amores, esta sería sin duda el monumental Archivo del cante flamenco que vio la luz en 1968 en el sello Vergara. Un trabajo de auténtico rescate antropológico y cultural en el que Caballero y su equipo recorrieron muchos caminos para grabar a los artistas en su medio natural. De Juan Talega a Tía Anica la Piriñaca, pasando por Manolito de María, Fernanda de Utrera, María Vargas, Perrate y tantos otros, esta producción posteriormente reeditada supone un tesoro sonoro de incalculable valor.
Cualquier página flamenca de Caballero Bonald que abramos promete la palabra exquisita y lúcida. Por ejemplo, en su último libro, Examen de ingenios, el relato de aquella última vez que vio a la Niña de los Peines, silente, “su mirada tenía una fijeza triste y parecía estacionada en un lugar muy lejano donde debía estar asomándose alguna improbable memoria que nadie podía compartir”. De su amigo Antonio Gades, con quien compartía el gusto por la navegación a vela, “que llegó al baile flamenco como podía haber llegado a la pintura o a la música y como llegó al marxismo: por pura avidez justiciera de conocimientos”. Y a Paco de Lucía lo recordaba muy joven como “un muchacho apocado, reconcentrado sin ser esquivo, melancólico a su manera, con algo de seductor involuntario. El silencio era para él la fortaleza inmanente de su corazón”.
Mucho menos conocida que su obra literaria es la condición de productor musical y letrista de Caballero Bonald. Además de trabajar con artistas tan diversos como Luis Eduardo Aute, Massiel, María del Mar Bonet o Vainica Doble, y de colaborar colaboró con Antonio Gades en la adaptación de Fuenteovejuna, produjo discos como Cantes vividos (1973) y La raíz del grito (1974) de Diego Clavel, Cantes viejos/temas nuevos (1973) de El Turronero, Cantes de ayer y de siempre de El Sordera (1975) o Bandera de Andalucía (1977) de José Mercé, escribió las letras de Encuentros (1985) y ¡Tierra! (1989) para El Lebrijano, en cuya boca puso aquello de:
Dame la libertad del agua de los mares.
Dame la libertad de la tormenta
Dame la libertad de la tierra misma.
Dame la libertad del aire.
Dame la libertad de los pájaros de las marismas,
vagadores de las sendas nunca vistas…
En tiempos de retroceso de libertades, por no hablar del uso frívolo y banal por parte de políticos y comunicadores de esa palabra, libertad, volver a Caballero Bonald y volver a la potencia libertadora del flamenco tienen algo de refugio necesario para la inteligencia y para la sensibilidad. Como él volvía una y otra vez a los versos de La Galatea –“ Libre nací y en libertad me fundo”– de la mano de su adorado Cervantes.
El mundo de lo jondo supo agradecer en vida a Pepe sus desvelos, su entrega y su afición de muchas maneras. Una de las más hermosas fue el disco Jerez a Caballero Bonald (2016), con selección de letras a cargo de José María Velázquez-Gaztelu, producción de David Lagos y una pléyade de artistas de la tierra que incluye a Tomasa La Macanita, José Mercé, Jesús Méndez, Vicente Soto o Manuel Moneo, y con guitarras tan notables como las de Paco Cepero o Manuel Valencia. Y aunque el escritor había afirmado muchas veces que sus gustos flamencos se habían estancado muchos años atrás, no cabe duda de que disfrutó con tan esmerado tributo.
Las letras hablan por sí solas de ese compromiso que refería antes:
Déjame el postigo abierto
no es pa vení en busca tuya
es por si vengo juyendo.
O esta otra:
Me llaman el rebelao
porque ya no aguanto más
no me voy a rebelar
si hasta la cama en que duermo
me la dan de caridad…
Y una más:
Qué trabajo más torcío
unos se levantan pronto
y otros se quean dormíos.
Recuerdo cómo brillaban los ojillos de Pepe la noche aquella del Café de Levante en que, de buena madrugada y en petit comité, el propio Moneo le cantó una seguiriya que debió desvelar a todo el vecindario de la calle Rosario. Aquel brillo era el rescoldo de su vieja pasión, la más duradera junto a su talasofilia –adoraba navegar– y el vino, con especial predilección por aquella manzanilla que le enviaba su amigo Barbadillo y con la que, aseveraba, se había curado unos feroces ataques de gota.
Hoy el flamenco está un poco más solo, un poco más huérfano, sin el calor de uno de sus más vehementes valedores. Pero el propio Caballero Bonald nos dejó una lección de vida que nos impele a mirar hacia delante, ese carpe diem con que quiso titular su poesía completa: Somos el tiempo que nos queda.