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Julio Diamante, el cineasta que murió cantando - Archivo Expoflamenco
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Julio Diamante, el cineasta que murió cantando

El cineasta gaditano, que filmó a Enrique Morente y a Enrique el Cojo entre otros, fue de los primeros intelectuales que defendieron este arte. El libro ‘Julio Diamante y el flamenco: la voz negra’, de Carlos Aguilar y Anita Haas, hace justicia con un aficionado cabal y entregado hasta el final.


Julio Diamante era tan amante del flamenco que murió cantando en la cama. Sus últimos días de hospital, en el mes de julio de 2020, los pasó recordando viejas coplas jondas, junto a letras de jazz y blues, que también le encantaban. Muchos aficionados no saben quién es, por lo que difícilmente pueden deberle gratitud alguna. El espacio de este artículo tampoco sería suficiente para explicar todo lo que hizo en sus largos 89 años de vida, pero trataremos de resumirlo poniendo, especialmente, énfasis en su vertiente flamenca.

 

Como cineasta, el gaditano dirigió a grandes como José Sacristán, Carmen Sevilla, Antonio Ferrandis, Agustín González, Laura Valenzuela, Juan Luis Galiardo o Pepe Isbert en filmes como Tiempo de amar, Los que no fuimos a la guerra, El arte de vivir o Sex o no sex, que aunque muy desconocidos para el gran público todavía sorprenden por su calidad y vigencia. Fue además un activista cultural de primera línea, dirigiendo durante 18 años la Semana Internacional de Cine de Autor de Benalmádena (SICAB), que mostró a la España atrasada de la época buena parte del mejor cine que se hacía en todo el mundo.

 

Pero, ya se ha dicho, Julio fue también un devoto del cante, el baile y el toque. Lo recuerda ahora un libro fundamental, Julio Diamante y el flamenco: la voz negra (Calamar), de Carlos Aguilar y Anita Haas. Aguilar conoció al director a mediados de los 90, fue profundizando en su obra y finalmente decidió iluminar su figura desde la música, pues también ha escrito el volumen Julio Diamante y el jazz.

 

La idea central de Aguilar es mostrar cómo en los años 50 y 60, en los que imperaba el desprecio por el flamenco en España, intelectuales como Diamante lo defendieron con uñas y dientes. Para el gaditano, lo jondo era la banda sonora de su infancia, desde los cantes que improvisaba la mujer que ayudaba en casa hasta los que se hacían en cualquier esquina de la Tacita. Pero fue en Madrid, adonde se había desplazado para emprender su carrera cinematográfica, donde se aficiona a los incipientes tablaos y aquel gusto deviene casi en obsesión.

 

“El flamenco, que en la II República había tenido una notable importancia social, en el franquismo pasa a ser mal visto. Se convierte en música de baja estofa hecha para gente de baja estofa”, comenta Aguilar. “Se instituyó la copla como rama light del flamenco, pero Julio iba en contra de esto: frente al flamenco descafeinado, domesticado, liofilizado, él defendía ese otro flamenco que araña, que pincha y que pellizca”.

 

 

«La idea central de Carlos Aguilar es mostrar cómo en los años 50 y 60, en los que imperaba el desprecio por el flamenco en España, intelectuales como Julio Diamante lo defendieron con uñas y dientes. Para el gaditano, lo jondo era la banda sonora de su infancia, desde los cantes que improvisaba la mujer que ayudaba en casa hasta los que se hacían en cualquier esquina de la Tacita»

 

 

Foto de portada del libro ‘Julio Diamante y el flamenco’, un fotograma donde se ve a Enrique Morente en el centro, Enrique de Melchor al toque, Julio a la izquierda y Julián Mateos de espaldas.

 

 

Militante comunista, pasó por la cárcel como su padre y su abuelo –que murió en prisión–, y también sus ideales de justicia social quedaban reflejados en su visión del flamenco: si esta música había sido gestada en el seno de la pobreza, la opresión y el desprecio social, todavía tenía algo que decir entre las colectividades que estaban fuera de lo bien visto desde el punto de vista político, conformando toda una identidad musical gitana y andaluza.

 

Todo ello le llevó a guardar una amistad entrañable con figuras como su paisano Chano Lobato o Enrique Morente, a quien grabó por primera vez para el cine en su versión de La Carmen, en un reparto que incluía a Sara Lezana, Agujetas de Jerez, Pepe de Lucía… Y Rafael de Córdoba interviniendo como actor sin bailar, una idea innovadora que luego se reproduciría en otras muchas producciones y profesionales de esta disciplina.

 

Pero Diamante fue más allá, y vaticinó también ¡a finales de los años 40! que el flamenco y el jazz estaban condenados a entenderse tarde o temprano. Lo hizo, cabe subrayarlo, antes de la irrupción de la figura fundamental de Pedro Iturralde, cuando precursores como Fernando Vilches o El Negro Aquilino eran poco menos que un secreto. “Es una paradoja”, señala Aguilar, “que un amante de la pureza flamenca como Julio estuviera tan abierto al mestizaje. Pero siempre exigiendo coherencia y sensatez. No le gustaba el maridaje absurdo y gratuito, sino que exigía fundamento y duende”.

 

Una última prueba de la pasión flamenca de Julio Diamante está en sus letras flamencas, recogidas en libros como Cantes de vida y vuelta, Blues jondo o el póstumo Soleares de la soledad antigua. Al propio Chano, por ejemplo, le escribió aquello de “Cuando tú cantas/ no hay cantes chicos/ que todos en el alma/ tiran pellizcos”. O por peteneras, “En ti yo he puesto mis sueños/ en ti he puesto mi querer/ en ti yo he puesto mi vida,/ mi muerte en ti yo pondré”. Y aunque la naturaleza no lo había dotado de una voz especialmente fuerte o vigorosa, nunca desaprovechaba la ocasión para cantiñearse un poco, con mucho sentimiento y conocimiento de palos, estilos y variantes.

 

“El arte jondo fue un virus que contrajo y del que ya no pudo librarse, hasta el último suspiro”, concluye Aguilar. “Me entristece decir que los flamencos se han olvidado de él, pero es lo que he visto. Por eso, toca recordar su importancia en la reivindicación de esta música, en un momento en que hacerlo equivalía a ser considerado, prácticamente, un deficiente”.

 

Imagen superior: Julio Diamante en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, año 2011. Foto cedida por Paco Manzano 

             


Un pie en Cádiz y otro en Sevilla. Un cuarto de siglo de periodismo cultural, y contando. Por amor al arte, al fin del mundo.

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