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Los silbadores o ¡a mí que me registren!

Registrar obras de un género de música de transmisión oral como el flamenco era décadas atrás un arma de doble filo, por la escasa conciencia de compositor que tenían los autores llamados silbadores.


Desde hace años vengo realizando informes para bufetes de abogados que defienden los derechos de autor de un determinado artista cuando han sido convenientemente violados por algún listillo, aprovechando que, en general, la gente es buena y confiada. En particular, los flamencos suelen pecar muchas veces de inocentones ante un mánager, productor y otros “oficios” de la industria discográfica y del choubisnes, se dejan calentar la cabeza con proyectos delirantes que jamás se podrán llevar a cabo para aprovechar el talento del que carecen. Su lema es: “¡Vamos a llevarnos bien! (lo que tengamos que llevarnos)”. En esos peritajes suelo hacer un informe lo más imparcial posible, es decir, si el cliente de quien me lo encarga cometió, digamos, plagio, lo digo y ya está. Más de una vez el abogado me ha dicho: «Joé, gallego, que vas en nuestra contra». Yo contesto que no puedo faltar a la verdad en un caso tan delicado. He rechazado más de un peritaje, que no están mal pagados, la verdad, al ver claramente la culpabilidad de la parte que me contrata.

 

Y esto me lleva a considerar la figura del compositor flamenco, tantas veces (hoy no tanto ya) ninguneado por compositores de otros géneros.

 

Es cierto que los flamencos se prestan las ideas y las comparten con sus compañeros sin problema, excepto contadas excepciones, como el simpático caso del gran Manolo de Huelva, quien volvía la espalda al público en las falsetas para que no se las trincaran. Cuentan que en Las calles de Cádiz, de la Argentinita y su amado Sánchez Mejías, el genio de Huelva se hizo construir una caja para tocar dentro de ella y evitar que algún compañero le copiara las cosas. Pero, en general, los flamencos no se enfadan, más bien al contrario, cuando escuchan algún detalle suyo en el toque de otro compañero. Hoy, en una época en la que estamos rodeados de genios y de cualquier esquina te sale uno que se cree Manolo, Paco, Víctor o Rafael, los guitarristas se rompen la cabeza, y los dedos, intentando sacar algo realmente original sin sacar los pies del tiesto, cuestión harto difícil, de ahí que se escuchen a veces auténticos despropósitos para guitarra flamenca. El afán de originalidad empuja a la extravagancia y, si no tienes bien afinado el sentido del buen gusto, la pifia puede ser mortal.

 

Componer es un acto íntimo, solitario, en el flamenco y en cualquier otro género, así cuando uno ve el registro de una pieza para guitarra sola con dos autores salta la alarma. Hubo una época en la que se llamaba silbadores a aquellos artistas que, al no saber escribir música, necesitaban alguien con formación académica que les hiciera las partituras preceptivas hace años para el registro en una sociedad de gestión, y de paso se apuntaban un porcentaje de los derechos de una determinada obra, sin querer, claro.

 

 

«Los autores llamados silbadores silbaban al escribano la melodía del número que querían registrar, y este lo escribía en el pentagrama llevándose en ocasiones un pastizal calentito por algo que se tarda en hacer una hora, pero cobrando hasta setenta años después de haber fallecido, y todo el taco por haber estudiado en su día solfeo y aprender a reflejar en un papel lo que un flamenco le silbaba»

 

 

Recuerdo cuando fui a registrar Fuenteovejuna, de Antonio Gades, cuya música compuse y arreglé en un 70 por ciento, y el maestro me dijo: «No te olvides de apuntarle el 15 por ciento al que nos hace las partituras para el registro». «Pero si esas te las hago yo, y gratis», le dije. «Ah, bueno, po vale». Fue entonces cuando escuché hablar por primera vez sobre los silbadores y que había un señor que llevaba una década cobrando ese porcentaje de la Carmen de Antonio, que contaba entonces con más de diez mil representaciones. Calculen: el 15 por ciento del 10 por ciento de la taquilla. Una fortuna, vaya, ¡por hacer las partituras del registro! Teddy Bautista acabó con esa práctica que venía de décadas atrás. Los grandes maestros del flamenco pueden contar casos similares sobre gente dedicada al mangoneo del talento por la cara, por haber estudiado solfeo. ¡Vaya morro!

 

En general los cantaores solo cobraban los royalties correspondientes a la venta de los discos. Los cantes, compuestos por los grandes maestros de la época de los cafés, no se registraban, y hasta hace relativamente poco tiempo no generaban derechos de autor, ya que los cantaores suelen recrear cantes de otros y esos cantes no estaban registrados y eran considerados populares, es decir, de dominio público. En el flamenco los derechos de autor, cuando se recaudaban, los cobraban generalmente el letrista y el guitarrista que acompañaba, por las falsetas y variaciones que incluía en el disco, así estaba establecido, pero el cante como tal era considerado popular y por lo tanto no se lo apuntaban los cantaores. Si Chacón hubiese registrado sus cantes, Malagueña op. 1, Malagueña op. 2, etc., sus descendientes estarían hoy ricos, y los de la Serneta, o los herederos de Joaquín el de la Paula. ¿Quién no canta hoy por ahí? Marchena y Mairena fueron de los primeros en registrar a su nombre los cantes que interpretaban en sus grabaciones sabedores de las jugosas regalías que generaban.

 

Hoy todo ha cambiado. El registro suele estar bien supervisado y el autor puede repartir y de hecho reparte con el productor, el ingeniero o con quien él quiera un porcentaje de los derechos, práctica que las discográficas han generalizado y que en no pocas ocasiones ha causado más de un pleito. Los derechos de autor, no los editoriales, son intransferibles. Un día me llamó un maestro para decirme que me vendía todos los derechos de autor de sus discos porque necesitaba dinero para la boda del niño, que había doscientos invitados y estaba tieso. Se enfadó porque le dije que eso no se podía hacer, además de no disponer ni de lejos de la cantidad que me pedía.

 

Es decir, registrar obras de un género de música de transmisión oral como el flamenco era décadas atrás un arma de doble filo, por la escasa conciencia de compositor que tenían los autores llamados silbadores, porque silbaban al escribano la melodía del número que querían registrar, y este lo escribía en el pentagrama llevándose en ocasiones un pastizal calentito por algo que se tarda en hacer una hora, pero cobrando hasta setenta años después de haber fallecido, y todo el taco por haber estudiado en su día solfeo y aprender a reflejar en un papel lo que un flamenco le silbaba. Eso sí, se quedaban el dinero con todo el dolor de su corazón. Sin querer, los poreticos.

 

 


Musicólogo de Vigo (Galicia). Investigador y profesor. Amante de la música. Enamorado del flamenco. Y apasionado de La Viña gaditana.

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