El retorno de Manolo Caracol
La imagen de este genio irrepetible, de ecos estremecedores y lastimar recio, despierta en los jóvenes gracias a la Unión de Peñas y Entidades Flamencas de la Ciudad de Sevilla, que les está enseñando a amar el cante no del cantaor perfecto, sino cuando llegamos a ver de manera perfecta a un cantaor imperfecto.
En la entrega anterior evocábamos el centenario del nacimiento de Fernanda de Utrera. Y hoy, este espacio de libertad y reflexión me reclama de nuevo para no deshacernos de los recuerdos de Manolo Caracol y emplear la memoria como el arma más eficaz contra la mayor de las injusticias en el arte flamenco, porque si en vida de nuestras grandes figuras es tan corta la admiración, después de la muerte cuán largo es el olvido.
Gracias a la Unión de Peñas y Entidades Flamencas de la Ciudad de Sevilla, sus asociados están desbordados de público porque “regresa” a sus locales sociales uno de los cantaores imprescindibles de la historia del cante jondo, Manolo Caracol, el sevillano de la calle Lumbreras que, desde su monumento en la Alameda de Hércules, nos enseñó la excitación que produce no poder controlar la realidad del cante gitano.
Recuerdo aquel 16 de mayo de 1991 cuando, tras ser entronizado en bronce, perpetuábamos con los tres caracoleros mayores del Reino –la maestra Ana María Bueno y los compañeros periodistas José Antonio Blázquez y José Luis Montoya– aquella sentencia de que “el cante hay que hacerlo caricia jonda, pellizco chico”. Teorizábamos acerca del anarquismo artístico, que no es violar la tradición; la rebeldía individual, que nada tiene que ver con vulnerar el clasicismo, y el arte libre de ataduras, que, a poco que nos acerquemos a la obra de Caracol, ha resultado ser más provechoso que pernicioso.
Y es que estamos ante un artista tan personal que, por dominar como nadie la doma de la escena, nunca fue vencido por la bestia del cante. Argumentaba, pues, a esos tres queridos amigos cómo Caracol esquivó la lección de los clásicos. Los desordenó cuantas veces le dio la gana y quiso, y optó por ser él mismo y por revestirlo todo con lo más abrupto de su queja, queja que ya estaba inmortalizada en la Alameda que lo vio nacer.
Cavilábamos, en consecuencia, sobre su hiriente sinceridad cuando dijo aquello de “hago el cante gitano tan difícil que algunos ni me comprenden”, y para que las nuevas generaciones adivinaran que el entusiasmo de sus seguidores no era infundado.
Y tanto que no era gratuito, por más que algunos hicieran mutis por el foro cuando llegaron los difíciles momentos en que perdieron al artista el 24 de febrero de 1973, hace ahora 50 años, cuando “un vendaval maldito”, como decía mi amigo Blázquez, lo despidió de una curva para proyectarse contra un poste de teléfono.
«Manolo Caracol fue la densidad expresiva mejor desordenada de lo profundo, tal y como puso de manifiesto por cantiñas (alegrías y mirabrás), saetas, bulerías de cuño propio y con sones evocadores a Cádiz, Jerez y Utrera; tientos de su cosecha y tangos de Frijones y Pastora Pavón»
Era sábado. Caracol había salido de Villa Abuela Luisa –su chalet madrileño de Casa Quemada, en el kilómetro 15 de la carretera de La Coruña–, camino de Los Canasteros. Iba en su Mercedes conducido por el chofer, Isidro González, cuando en el km. 9,700 del Puente de los Franceses, en las proximidades del barrio de Aravaca, se despidió de este mundo la rama más frondosa de la historia del árbol flamenco.
Y es que Manuel Ortega Juárez era tataranieto de El Planeta por línea materna, como ya se encargó Manuel Bohórquez de demostrar, y, al ser hijo de Caracol el del Bulto, era nieto de José el Águila y de Rufina, la hija de Curro Durse, aparte de sobrino de las bailaoras Carlota y Rita Ortega, y biznieto de Enrique Ortega alias El Gordo Viejo.
Contrajo matrimonio el 30 de octubre de 1930 con la jerezana Luisa Gómez Junquera, desposada en la sevillana Parroquia de San Lorenzo Mártir ante el altar de Jesús del Gran Poder, fruto del cual nacieron sus hijos Enrique, mi admirada Luisa, Lola y Manuela. Curiosamente, estando de viaje de bodas en Madrid, debuta en la discografía con siete placas con el sello Odeón, que se encontraba en la calle Cedaceros, en los altos del cabaret El Lido. En estas grabaciones, secundadas por Manolo de Badajoz, destacan seis cortes de fandangos, con variantes de Rebollo y El Carbonerillo; dos seguiriyas y otras tantas medias granaínas estilos de Chacón y Manuel Torre, así como bulerías por soleá y soleares, cantes en los que se constata la calidad de un artista sin cotejo, como bien evidencia con la creación de un fandango basado en el de su tío Enrique el Almendro, en tanto que la séptima placa registra una granaína y dos saetas (Desatadle las muñecas y Ahí delante lo lleva).
Siempre se jactó, además, de haber llevado el cante al teatro. Y ahí están las seis puestas en escena que hizo de los espectáculos Zambra desde 1943, o sus estampas escenificadas –La niña de fuego, La Salvaora, Pepa Bandera, etc.–, que encontraron la inspiración en la casa de Juan de Orduña, en la madrileña calle Ventura de la Vega.
Pero la vuelta a sus duendes asoma en mi fonoteca cuando le escucho tanto con Manolo de Badajoz (1930 en Odeón) como con Niño Ricardo (en Columbia 1942, 1944 y 1958), Paco Aguilera (de 1945 a 1950 en La Voz de su Amo), Melchor de Marchena (1950 en Regal y de 1953 a 1972 en Columbia), Moraíto de Jerez (1951 y 1952 en Columbia) o Juan Habichuela (1962). Ahí es donde se constata por qué era uno de los más grandes artistas en el escenario, o se intuye que tuvo que ser una fiera en un cuarto de cabales.
Aquella sentencia de que “el cante hay que hacerlo caricia jonda, pellizco chico” la puso de manifiesto en Una historia del cante flamenco, la antología de dos discos que, dirigida por el profesor Manuel García Matos y grabada en 1957 con motivo de sus bodas de plata con el cante junto a Melchor de Marchena, salió a la luz un año después. Paradójicamente, medio siglo más tarde, en 2007, fue vejado por Arcángel en el Teatro Albéniz, de Madrid, según confesó su hija Luisa Ortega y su nieta Salomé Pavón, cuando asistieron al espectáculo Zambra 5.1., montaje en el que también sale injuriado Antonio Mairena.
«Cincuenta años después quedamos, por tanto, unidos a la juventud cantaora pero encadenados a ese monumento en bronce de la Alameda de Hércules, donde sólo una queja trepidante que arrastre sones del “carcelero, carcelero” podrá desencadenarnos»
La despedida de Caracol de la discografía fue un año antes de su muerte, en que ve la luz Mis Bodas de Oro con el cante, que alberga su último fandango y su última zambra, en la que lloró por su mujer, Luisa, recientemente fallecida, una obra que precede a aquella frase sólo atribuida a artistas de su índole: “Cuando yo me muera, ¡ozú qué lío!”.
Y es que más allá de la zambra, a la que le confirió la esencia de los sonidos negros, Manolo Caracol fue la densidad expresiva mejor desordenada de lo profundo, tal y como puso de manifiesto por cantiñas (alegrías y mirabrás); saetas; bulerías de cuño propio y con sones evocadores a Cádiz, Jerez y Utrera; tientos de su cosecha y tangos de Frijones y Pastora Pavón.
Pero también fue el carcelero de lo muy gitano, como lo delata el mundo oscuro del lamento hecho arte en la malagueña de El Mellizo o gaditana, como así la llamó en 1944; sus seguiriyas con preferencia de Los Puertos y Jerez; sus soleares de Cádiz y Alcalá, o la variante de creación propia que nos legó en 1958 como cierre de una caña e inspirada en Frijones (Y anda y no presumas más); la bulerías por soleá, tan singular en sus registros, o los fandangos de su tío Enrique el Almendro, aparte de que también recreó sobre las variantes onubenses de Juan María Blanco (Era hondillo y sin soga) y la de Huelva capital (Toas las mujeres llevan).
Por fortuna, para la silenciosa militancia caracolera, la imagen de este genio irrepetible, de ecos estremecedores y lastimar recio, despierta en estos días en los jóvenes gracias a la Unión de Peñas y Entidades Flamencas de la Ciudad de Sevilla, que, encabezada por Miguel Camacho, les está haciendo aprender a amar el cante no cuando encontramos al cantaor perfecto, sino cuando llegamos a ver de manera perfecta a un cantaor imperfecto.
Cincuenta años después quedamos, por tanto, unidos a la juventud cantaora pero encadenados a ese monumento en bronce de la Alameda de Hércules, donde sólo una queja trepidante que arrastre sones del “carcelero, carcelero” podrá desencadenarnos.
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