Valor ético y moral de la ortodoxia
Yo abogo por que el flamenco viva en la ética. Promulgo la ortodoxia como sinónimo de coherencia, y proclamo la voluntad de hallar en la memoria de la historia una forma de encarar la supervivencia ante el presente.
El flamenco se desarrolla por ciclos. Casi todas las épocas históricas han derivado en un estilo artístico adecuado a su sensibilidad y, por tanto, actual, prolongando en uno u otro sentido el arte pretérito. Pero si prescindimos de nombres que están en la mente de cualquier entendido, el tiempo que vivimos me parece bastante pobre de talentos y de estilos. Las propuestas de la mayoría son poco más que nada, y o bien se limitan a lo antiartístico, es decir, a reproducir sin más el fondo íntegro del pasado, o, por el contrario, afinan la puntería del propósito individual hacia la vaciedad de la nada.
A la luz de esta introducción, quiero dejar dos asuntos claros. Uno, que aspirar a formular altos ideales sin dominar los cánones tradicionales es, aparte de un imposible, una farsa, un signo de engañifa inadmisible, por más que la mercancía la venda un personaje mediático o se envuelva en una orquestina que, a la postre, sólo contribuye a identificarla con el apogeo del vanguardismo regresivo.
Y dos, que la obsesión por el tremendismo comercial, tanto de representantes artísticos desaprensivos como de los medios de comunicación de masas (la televisión sobre todo, como la mayor fábrica de falsificaciones de la historia), está problematizando la condición misma del flamenco. La estrategia del todo vale y la sinrazón de elevar a cualquier advenedizo a las cumbres de la popularidad han permitido un mundo simulado de enormes consecuencias para la estima del arte: la nueva estética, esa que confunde más que aclara y que apoya una fauna equívoca que cree que con sus aplausos está forjando una tendencia revolucionaria. Cierto, revolucionaria, pero no porque presente ideas, que no las tiene, sino porque centra su interés en la imagen falsa, que es lo que hoy prima.
Anótese como ejemplo la publicidad que en Facebook está haciendo en estos días la productora andaluza de eventos La Máscara Producciones, que ante la presentación de Amor, de Israel Fernández y Diego del Morao, en Alcalá de Guadaíra, anuncia que “es inevitable que se les considere los nuevos Camarón y Paco de Lucía de nuestro tiempo”, insultante analogía que agota toda capacidad de sorpresa, muy poco seria, y en la que se está invirtiendo toda la frivolidad posible.
«Si entendemos la ortodoxia como una edificación de creencias asumidas de modo definitivo, como un conjunto de dogmas concluyentes, yo no estoy a favor de la ortodoxia, ya que de ser así estaría haciendo un canto permanente a la añoranza del pasado y daría una visión conservadora del mundo flamenco»
Pero también puede servir la promoción del segundo compacto de Kiki Morente, El cante, que se anuncia justo cuando está saliendo con Sara Carbonero, la ex del portero internacional Iker Casillas y modelo y presentadora de televisión. El hijo de Enrique Morente no sólo es moda sin ser competitivo con los de su generación ni sobrevivir a ningún concurso, sino que su inexperiencia la ha convertido en la garantía de la credibilidad, como lo constata el que, sin más mérito reconocido que el apellido, haya fichado como asesor de Antena 3 para la versión senior de La Voz junto a Niña Pastori, la cañaílla que no sólo conoce el flamenco, sino que además sabe ejecutarlo.
La persuasión de la publicidad en el flamenco está, por consiguiente, estrechamente relacionada con la novedad, con quienes marcan tendencia por un tiempo determinado, es decir, por esa moda –indumentaria, difusión y hasta en el pelo– fuertemente potenciada por la comunicación visual y que ejerce diferentes relaciones de poder, presentes en la industria cultural y en todos los ámbitos sociales.
Y es que son muchos los triunfitos que la novedad está instalando en el mundo del flamenco. Porque la moda, queridos lectores, ya no es algo meramente relativo al vestir. La moda es un fenómeno social total que ha contribuido como nadie al paraíso del capitalismo hegemónico, y que por ello se ha convertido en el modo de irrumpir toda realidad en el ámbito social, un artificio, en definitiva, que se cuela en nuestras vidas por mor de medios técnicos como la imagen y las telecomunicaciones, y que hace que el imperio de lo efímero suponga a los ojos de nuestros jóvenes el milagro materialista de nuestro tiempo.
Ni la moda ni la plutocracia conocen el reposo. Avanzan según un movimiento cíclico no racional, pero sin que en ninguno de esos ámbitos haya progreso, toda vez que la moda es arbitraria, pasajera, consumista, y no sólo no añade nada a las cualidades intrínsecas de lo jondo, sino que estrangula la creación y la contemplación.
«Si aludimos a la ortodoxia como el conjunto de aficionados, estudiosos, artistas o analistas que viven unidos por el respeto a la tradición. (…) Que aceptan la renovación de las ideas pero que fundan rectamente sus creencias y conocimientos sobre la fe de lo heredado, soy Ortodoxo con mayúsculas»
Estamos, por tanto, en un grupo de presión que se refugia en la comercialización de una actitud más liberadora ante un estilo de vida que representativa de una identidad, aparte de que le trae al pairo utilizar el término flamenco de manera interesada y, cual lobby, siembra, en la mayoría de los casos, no pocas dudas en la ciudadanía, sobre todo cuando, al esgrimirlo de manera tan burda, lo que se pretende es renegar de la ortodoxia, esto es, el hacer los cantes como son, y vocablo que produce alergia a los redactores el anteproyecto de la Ley Andaluza del Flamenco.
Pero este concepto va más allá de mi definición. Porque si entendemos la ortodoxia como una edificación de creencias asumidas de modo definitivo, como un conjunto de dogmas concluyentes, y la consideramos, como decía Chesterton, como “la única garantía posible de la libertad, de la innovación y del adelanto”, yo no estoy a favor de la ortodoxia, ya que de ser así estaría haciendo un canto permanente a la añoranza del pasado y daría una visión conservadora del mundo flamenco.
Tampoco estoy con quienes se autoproclaman herejes, porque la herejía, aunque también suponga búsqueda, es desconfianza, provocación, tiento ante sombras e individualismo llevado al límite de sus posibilidades más extremas. En cambio, sí admito el término herejía cuando con él quiero significar la capacidad para elegir, cuando las alternativas han sido declaradas cerradas por una ortodoxia, ya que ello supone ir más allá de las fronteras convencionales, buscar más luz donde otros te prohíben mirar.
Por el contrario, si aludimos a la ortodoxia como el conjunto de aficionados, estudiosos, artistas o analistas que viven unidos por el respeto a la tradición. Que suelen estar bien informados y que por ello combaten honesta e imparcialmente todo aquello que nos infesta. Que tienen el coraje de aupar sin hipocresía los aciertos de nuestros artistas, todos, y de relegar los errores de quienes disponen de altos presupuestos y bajas ideas. Que acepta la renovación de las ideas pero que fundan rectamente sus creencias y conocimientos sobre la fe de lo heredado, soy Ortodoxo con mayúsculas.
Yo no quiero, en tal sentido, ser esclavo como la juventud de la novedad. Tampoco inventar un porvenir, que para eso está la educación. Yo abogo por que el flamenco viva en la ética. La ética asociada a la moral, a un conjunto de principios que nos hace actuar de una determinada manera. La ética como compañera de vida y defensora de una vida nueva sobre los cadáveres del pasado. En definitiva, promulgo la ortodoxia como sinónimo de coherencia, y proclamo la voluntad de hallar en la memoria de la historia una forma de encarar la supervivencia ante el presente, lo que explica que yo no demande una ruptura con la historia, sino que busco un refugio en la historia. Y son los propios flamencos los que me dan la razón, cuando es el artista quien de forma permanente se sirve de la historia: la usa al recordarla, y la rehace al interpretarla.