Relato de una bailaora en el camino
Me asomo cada mañana desde el segundo piso al patio principal de la escuela y solo veo gente moviendo los pies muy deprisa. Y me da pena. Pienso: ¿qué estamos haciendo con el flamenco?
El 16 de noviembre de 2018, Día Internacional del Flamenco, en el que se conmemora el momento en que este arte se reconoció como Patrimonio Cultural de la Humanidad, una inmensidad de preguntas me rondaban la cabeza.
Tenía ganas de escribir un artículo aprovechando esta fecha tan especial pero, como me dijo alguien importante una vez, puedo celebrar su día el 16 de noviembre y mañana, e incluso pasado, pero siempre que lo sienta. Y de eso se trata, de sentir. Precisamente algo que a día de hoy se va quebrantando entre las personas que pretendemos mantener intacta esta burbuja que fluctúa indecisa a lo largo del tiempo, y que cada vez es más complicado sostener por el desconocimiento y el poco respeto de mucha gente que no se ha parado a analizar si realmente se merecen ser imagen de un arte tan único y luchador.
Hace un año y medio tuve la suerte, avalada por mis padres, de entrar a estudiar en una escuela de gran renombre como es la Fundación Cristina Heeren de Arte Flamenco, situada en el corazón de Triana, en Sevilla. Esta escuela es el sueño cumplido de Cristina Heeren, una mujer norteamericana graduada en Literatura Comparada y miembro de la escuela Herbert Berghof, donde dedicó su tiempo a estudiar Arte Dramático. Cristina se dedicó a sacar adelante proyectos como el espectáculo El Flamenco es vida. Finalmente, en 1993, crea la fundación con el objetivo de preservar y difundir este arte por todo el mundo y en todos sus ámbitos y expresiones.
Como todo en la vida, cada sitio, situación o experiencia sirve para madurar, aprender, sacar todos los aspectos positivos posibles y exprimir al máximo cada momento.
Bien. Esto es una forma muy correcta de concluir cualquier etapa vital de una persona y es lo que, por usanza o tradición, se suele utilizar como expresión concluyente para conseguir tirar de nosotros mismos, más aún si cabe en un mundo como este, donde una de las cláusulas que hay que tener claras cuando tu mayor aspiración y deseo es entrar a formar parte de esa burbuja que mencionaba anteriormente es la fortaleza psicológica. Algo bastante paradójico, pues siempre se ha dicho que un artista se caracteriza por ser una persona altamente sensible y con los sentimientos a flor de piel, de manera perpetua.
Pues bien, podría hablar de todos los aspectos y circunstancias maravillosas que me rodean cada día en este lugar donde estoy cursando mi segundo año en la especialidad de baile, pero entonces os estaría engañando y no sería yo la que está escribiendo. Por tanto, en este punto en el que me encuentro me gustaría ser un poco transgresora y recalcar aquellos puntos que considero son necesarios renovar, tanto a nivel académico como a nivel mundial, con respecto a esta práctica artística de gran envergadura.
Compañeros de profesión, quiero dejar claro que esta es una opinión personal y, por ende, puedo estar totalmente equivocada. Pero como bailaora me siento en la obligación moral de hablar desde el corazón y sin tapujos. NO somos atletas. Con todo el respeto a la gente que practica este deporte y de los que hablo con la máxima deferencia con la que soy capaz, pues tengo gente muy cercana que ocupan la mayor parte de su tiempo en ejercerlo y los admiro. Pero no, lo siento. No lo somos. Estamos empezando a cometer el triste error de ofrecer al público, tanto aficionado como no aficionado, una confección enlazada de complejos zapateados, a una velocidad desorbitada, sin la modulación propia de la música que estamos adornando y que nos adorna, de manera recíproca.
¿Por qué todo el baile tiene que ser zapatear a la máxima velocidad posible, haciendo caso omiso a la intensidad que ofrecemos a cada parcela del mismo?
¿Es que no tenemos constantemente presente, por ejemplo, al gran Antonio Gades? En este escrito me gustaría hacerle un pequeño homenaje y centrarme en su figura. Olvidaos por un momento de que, como ya no está, no podemos aprender tanto de él como nos gustaría. No considero que esto sea así. Hay que pararse un momento a analizar los documentos gráficos que nos permiten acercarnos un poco y leer entre líneas lo que nos quiere decir a través de su danza, empapada de pulcritud, acompañamiento, modulación, arte y expresión a raudales.
Además, el maestro, en una entrevista que he rescatado del libro La voz de los flamencos, ante la pregunta que se le planteaba acerca de una afirmación de su amigo Juan Quintero, quien asemejaba los pies de los bailaores a una metralleta, comentaba: “Si la pisoteamos, la tierra no da nada. Ni trigo, ni sonidos. La tierra hay que acariciarla. Dependes del estado anímico para sacar a la tierra el sonido que necesitas. Se percute demasiado. Y el zapateado no es percusión. Es la continuación de un sentimiento”.
La continuación de un SENTIMIENTO. Porque el flamenco, queridos receptores, es sentimiento. Y la expresión dancística del mismo supone arrojar –y en este caso sí como una metralleta– todo aquello de lo que nuestra alma y nuestro corazón necesitan despojarse, sin filtros, dejándonos llevar por la sinrazón. Cediendo a cada parte de nuestro cuerpo ese ápice de libertad que precisa, sin castigar a ninguna de ellas, encarcelándola en la quietud y el anquilosamiento, porque no se lo merece.
Porque no puede ser que encima de un escenario solo se vea un movimiento excesivo de cintura para abajo y la otra mitad la dejemos totalmente descuidada. Como dice mi querida maestra La Moneta, «hay que saber descolocarse sin descolocarse”.
Creo que únicamente hay que dejar al libre albedrío el corazón, no los brazos, no la cabeza ni las manos, ni los hombros, ni la cintura… No nos confundamos. Cuidemos la estética del resto del cuerpo, que también forma parte de nosotros y necesita expresarse.
En relación a esto, también se puede hacer referencia a esa entrevista que se le realiza a Gades donde se le formula una pregunta en relación a los brazos de los bailarines del momento, a la que responde: “A veces parece que se los han cortado. Hay que estudiar más la Comedia del Arte. Las manos son un gesto, quieren decir algo. Tienen un lenguaje para pedir, otro para rechazar”.
Y vuelvo por un momento a mi actual hogar, la Fundación de Arte Flamenco Cristina Heeren, y me pregunto: ¿por qué sigo sintiendo que se premia todo aquello que bailarines de primera categoría, como en este caso Antonio Gades, rechazaban?
Y me asomo cada mañana, en cada descanso, desde el segundo piso, al patio principal de la escuela y solo veo gente moviendo los pies muy deprisa. Y me da pena. Pienso: ¿qué estamos haciendo con el flamenco? ¿Hemos vuelto a esta época de los años 60 a la que Antonio hace referencia en la entrevista y de la que él formaba parte, o es que quizá nunca hemos salido de ella porque hemos valorado, solo de manera superflua, las enseñanzas de los más grandes?