Si ya desde la época del Imperio Romano las gaditanas hacían las delicias del Foro en la capital del mundo antiguo en cuestiones de baile lo flamenco comenzó a asomar mediado el siglo XIX como la natural evolución de lo bolero adoptando maneras más castizas, agitanando el acento, inyectando una notable dosis de indigenismo a los pasos y mudanzas hasta lograr la configuración estética de una de las expresiones bailables más singulares y admiradas en el mundo.
En una noticia de 1850 podemos leer qué es lo que estaba ocurriendo
“El señor Vera es uno de lo boleros que más conspiran contra nuestros bailes nacionales. Sus composiciones pierden cada mas la sandunga española, y adquieren la forma y contornos de los bailes de la escuela francésa”.
O sea que no era el único. Este afrancesamiento de lo bolero ‘perpetrado’ por Vera seguramente propició que se radicalizara el acento nacional para abrazar entonces lo flamenco como lenguaje puramente hispano”.
La escuela de baile francesa no se parece nada a la española. Y he aquí el quid de la cuestión. El bolero se afrancesó (que es la escuela bolera recuperada por Ángel Pericet y la que hoy reconocemos con tal). Al querer estilizar la escuela nacional no se dejó otra salida a los bailadores (y al público) que agitanar el acento, y se acabó llamando al nuevo género flamenco (gitano). Por eso no es raro que estrellas del baile bolero como la sevillana Petra Cámara o la gaditana Pepita Vargas fuesen las primeras en bailar por soleá
La Cámara, la Vargas y la tercera en discordia, La Nena Perea, hicieron las delicias del público en España y Europa durante años con sus clásicos boleros, cachuchas, zapateados, fandangos, jaleos, polos, el vito, la rondeña, las corraleras, el ole, y ya entonces empezaron a poner de moda las soleares.
Las escuelas de baile proponían coreografías renovadas en clave de jaleo que acabarían triunfando en toda España, reinando durante todo el siglo XIX. En Sevilla encontramos las escuelas de Manuel de la Barrera, la de Miguel de la Barrera, la de Amparo Álvarez la “Campanera”, con quien pronto comenzaría a dar sus primeros pasos en el arte nada menos que Silverio Franconetti, antes de su periplo de ocho años por tierras americanas.
El baile en Triana que describió Estébanez Calderón en sus Escenas Andaluzas, y que pudo haber congregado a primeras figuras del arte, gaditanas todas ellas, pudieron también introducir en el paladar hispalense el regusto por las tonadas y bailes de gitanos, adaptados para el teatro. La Triana del gaditano de Puerto Real Frasco el Colorao, la llegada de El Fillo al arrabal sevillano. Todo esto contribuía en los treinta y cuarenta a forjar el género flamenco.
Muchos son de la opinión que primero fue el baile, es una de esas frases hechas que encontramos en los estudios flamencos, aunque es obligado decir que, si bien los bailes flamencos provienen (los pasos) de la escuela anterior, la bolera, agitanada, el flamenco nace en realidad cuando el cante pasa de ser una herramienta para acompañar el baile, para cantarse alante. Es a partir de entonces cuando guitarristas y bailaores se deciden a poner todo su arte al servicio del nuevo género, allá por 1850.
No debemos confundir los estilos bailables presentes en la historiografía de la primera mitad del siglo XIX con el nombre incluso de soleares o serranas, con los propiamente flamencos. Si retrocedemos en el tiempo podemos observar cómo existe un paulatino aflamencamiento de los bailes tradicionales andaluces dotándolos del acento ‘agitanado’ imprescindible para que los consideremos como flamencos. Por lo tanto, deberemos tener cuidado si queremos atribuir la categoría de flamenco a un baile por fandangos de la segunda mitad del siglo XVIII que, si bien podrían contener el germen de los pasos y mudanzas propios del baile flamenco, aún no están configurados como tales, ya que por entonces aún no había cristalizado la estética propiamente flamenca que no aparecerá hasta bien entrada la segunda mitad del siglo romántico, el XIX.