En los años 50, en pleno franquismo, surge un ‘despertar’ del horror, un renacimiento para el flamenco. Los terribles años de guerra y posguerra iban quedando atrás y la sociedad intenta revitalizar su mundo, y el flamenco no se quedó al margen de este renacimiento. Coinciden en el tiempo diferentes acontecimientos que cambiarán para siempre el devenir histórico del cante, el toque y el baile.
En primer lugar la película Duende y Misterio del Flamenco de Edgar Neville, del año 1952
El interés por el repertorio antiguo surge de una iniciativa francesa, que encarga al guitarrista Perico del Lunar padre, quien había acompañado a todos los grandes de la edad de oro, Chacón, Pastora etc., la elaboración de una antología de cantes ordenados por familias de palos como muestra de la riqueza estilística del género flamenco. Para ello contó con quienes, en su opinión, mejor sabían reinterpretar aquellos cantes, sin distinción entre payos y gitanos (eso vino poco después). Nombres como los de Antonio el Chaqueta, Aurelio Sellés, Bernardo el de los Lobitos o Rafael Romero el Gallina, entre otros, registraron un repertorio que estaba en trance de desaparecer: la caña, el mirabrás, los cantes de trilla, las romeras, estilos que florecieron medio siglo antes en todo su esplendor pero que fueron tapados por las cenizas de la contienda civil. La Antología de Hispavox marca el inicio de una etapa de recuperación, una etapa en la que las antologías serán algo habitual en las ediciones discográficas.
Al año siguiente, en 1956, un argentino residente en San Roque, Cádiz, Anselmo González Climent, publica Flamencología, un acercamiento sistemático al género flamenco trazando directrices acerca de su origen y función social, así como un análisis de los principales estilos y artistas. En ese libro venían algunos de los principios sobre los que se asentará la nueva visión de la historia del flamenco. Sin embargo, mientras Climent se inclinaba por la escuela gaditana, Ricardo Molina tiraba más hacia Mairena y sus teorías gitanistas.
Al año siguiente, en 1957, Córdoba, inspirada en la sistematización del género hecha por González Climent, convoca el primer Concurso Nacional de Cante Flamenco.
Un joven cantaor de Puente Genil arrasó, el cante vigoroso de este andaluz encandiló a tirios y troyanos. Fosforito, Antonio Fernández Díaz, un cantaor no gitano que demostró como el repertorio más agitanado del flamenco lo puede interpretar un gaché con todas las de la ley. La carrera de Fosforito es la muestra más plausible de la revalorización del cante que se vivió en los 50 y 60.
Pero hay un cuarto hecho fundamental que envolverá toda esta época, y es la proliferación de los tablaos flamencos. Su vigencia llega hasta los años 80, coincidiendo con el auge de una música sosa de importación anglosajona que los entendidos agrupan bajo la común denominación de la Movida.
Pero aquellos nuevos tiempos reclamaban nuevas ideas. La ideología predominante venía a decir:
El flamenco nace en el hogar gitano, los no gitanos lo han modelado a su gusto y han creado un nuevo género, comercial y falto de pureza.
Esa era la palabra mágica, la pureza de un cante desnudo al pie de una fragua, en la mina o en los cortijos.
Es entonces cuando las voces más rotas pasan a ser adoradas por atesorar, presuntamente, la pureza y antigüedad necesarias para el modelo propuesto de flamenco auténtico, frente al artificioso arte practicado por los grandes de épocas anteriores. En concreto, se demoniza la llamada ópera flamenca y cantaores como el Niño de Marchena o Vallejo serán castigados a un olvido que ayudará a imponer las ideas preconcebidas de aquellos próceres de la pureza y la razón incorpórea.
En el plano estético eso se traduce en que las voces más limpias y virtuosas están en la antípodas de esa pureza y, de la noche a la mañana, infinidad de nombres pasan directamente al olvido. Pepe Marchena, que hasta 1936 vivió, como todos los grandes, la edad de oro del flamenco y proyectó su arte en la posguerra siendo admirado en toda España, con el renacimiento propiciado por las nuevas corrientes ideológicas se convirtió en la bestia negra de los defensores de la pureza. Para ellos, Marchena representaba el pasado, no tenía el ADN flamenco que los intelectuales de aquellos años fueron diseñando a su medida. Los mas acérrimos defensores de la causa gitanista no cayeron en la cuenta de que hasta entonces, y después de un siglo de vida del flamenco, nunca se había planteado tal disyuntiva, el cante era gitano, pero el intérprete por supuesto que no.
Aquella religión necesitaba un líder, era imprescindible tener una figura en el cante cuyo perfil casara a la perfección con su idea de lo que era el flamenco. El más apropiado fue un cantaor de Mairena que, no sólo poseía un instrumento privilegiado, sino que defendía la causa como el que más. Era el hombre que estaban buscando.
Este movimiento dura ya más de medio siglo y a día de hoy sigue activo, también entre los extranjeros que prefieren esa novela acerca de la raza gitana maltratada por el tiempo y poseedora de los secretos de esta música. La queja desnuda es la marca de la casa, refuerza la imagen del auténtico cantaor frente al artista en traje de etiqueta.
El interés valiosísimo de Antonio Mairena por el repertorio trajo consigo un despertar en la clasificación de los cantes En particular los cantes por seguiriya y soleá, clasificados por Luis y Ramón Soler en su ya mítico libro de 1992. a fin de ordenar las aportaciones de las diferentes escuelas. Sin embargo, esta labor dejó muy de lado a cantaores no gitanos reservando a clásicos como Silverio, Breva o Chacón las atribuciones de los cantes, mientras que con los cantaores gitanos no se escatimó en el reparto, otorgando variantes sin la documentación necesaria que contrastase lo asignado a los maestros de época a veces remotas, tal es el caso de Planeta o Fillo.