En la época de los cafés, como ocurrió con el cante y la guitarra la especialización será la pauta a seguir también por los bailadores, adaptando su lenguaje a las novedosas exigencias de la época. Se centrarán en una serie corta de bailes que serán marca de la casa. Aparece la bata de cola, el mantón y el sombrero de ala ancha y, poco a poco, se prescinde de las castañuelas dominando ante todo la austeridad, para así alcanzar el máximo de expresión con el mínimo de medios, que esa parece que fue la pauta a seguir.
La ausencia de movimientos violentos en la mujer contenida por la bata, contrasta con la fuerza del llamado baile macho con sus veloces desplantes y zapateos de filigrana, llenos de música, de auténtica percusión flamenca. El braceo y la cabeza en la mujer y los pies en el hombre. José Luis Navarro en este sentido comenta:
“El baile femenino era de cintura para arriba: gracia en la figura, expresividad en el rostro, movimientos de cadera, quiebros, apenas algunas escobillas, y juego de brazos y manos. El baile de hombre era austero, sobrio, de figura erguida, y se concentraba de cintura para abajo, buscando el lucimiento personal en el virtuosismo de sus zapateados. Así se desarrollan estilos propiamente para mujer, como las alegrías, la soleá o los tientos, reservando el zapateado o la farruca para el hombre”.
No obstante en épocas muy tempranas aparecen también las bailaoras vestidas de hombre que usan los pies como elemento central, como el caso de Trinidad Huertas La Cuenca quien tuvo uno de sus más resonados éxitos con una coreografía basada en las suertes del toreo y que paseó por los mejores escenarios de Europa y América.
Sin embargo es importante anotar que, como se ha llegado a afirmar, por cada veinte bailaores había un bailaor, extremo que no compartimos si nos centramos en las informaciones de Cádiz y Sevilla que han sido rescatadas de la prensa antigua. Encontramos por ejemplo en 1869 al gaditano Raspaor bailando por alegre acompañado de Patiño y el cante de El Quiqui, maestros del cante, toque y baile por alegrías en las tablas de los teatros gaditanos de entonces (ver ilustración).
Aunque es verdad que había más mujeres que hombres sobre los tablaos de los cafés, son muchos como vemos los que aparecen en épocas tempranas como es el caso de Romero el Tito, Paquiro, Lamparilla, hijo de Antonio el Pintor, o Antonio de Bilbao. Todos ellos pioneros del baile de hombre y estrellas indiscutibles en los cafés cantante de finales del XIX.
Si las alegrías eran el baile predilecto de la mujer, compartían con el tango la fama, aunque éste viviera en los cafés una fase de aflamencamiento tanto en la música como en el baile hasta que encontró su camino para dejar de ser canción y convertirse definitivamente en cante. Acabando el siglo, fue cuando se hizo flamenco, perdiendo aroma antillano para imprimir el adecuado acento andaluz y agitanado.
Las alegrías fueron como decimos las que marcaron el camino y de ellas se expandieron el resto de estilos adaptándose al carácter de cada uno. Si la elegancia y flamencura la ponían las alegrías, el tango ponía el acento pícaro, juguetón y de aire rumboso. Este se hizo flamenco a través del llamado tango de los tientos, abriendo la puerta para la posterior creación de otros derivados del tango como la farruca y el garrotín que fueron coreografiados por el sevillano Faíco junto a Ramón Montoya iniciándose el siglo XX, baile que pasó al Gato, de los Pelao de Madrid, para llegar a Antonio Gades en los años sesenta. Y por supuesto el zapateado, rey de una época donde, sobre todos lo hombres, lucían su maestría con los pies.
Entre las mujeres destacan nombres como los de Concha la Carbonera, Rafaela Valverde o Rosario Monge la Mejorana, madre de Pastora Imperio, que conservaban la antigua práctica de cantar y acompañarse con el baile que se remonta a los tiempos de La Caramba y llega hasta Carmen Amaya.
Por su parte el zapateado tendrá como protagonista de nuevo al Raspaó quien, además de aparecer como pionero bailaor de alegrías, modeló la versión ulterior del zapateado junto a las aportaciones de Antonio el Pintor. También, aunque a caballo entre dos épocas, encontramos a El Estampío o el antes citado Antonio de Bilbao
Las soleares tendrán también su lugar de honor entre los primeros estilos, no en vano al compartir compás y rítmica con las alegrías, muchos de los pasos de estas los podemos encontrar en la soleá aunque la actitud y carácter de este baile difiera bastante del propio de las alegrías.
La soleá bailada por Pepa Vargas en 1854, en proceso de adaptación al lenguaje flamenco desde el bolero, es seguramente la forma que pasa a las pioneras bailaoras gaditanas como Grabriela Ortega o La Mejorana, y por fin a las maestras jerezanas del baile flamenco, La Quica, La Malena y La Macarrona, auténticas estrellas de los cafés. Todas ellas forjaron los principios del baile flamenco ya totalmente definido con respecto a sus antecesores, los boleros, los bailes de jaleo y los tradicionales andaluces, caldo de cultivo con el que estos maestros diseñaron la estética bailable que hoy reconocemos como flamenca. Juana Vargas La Macarrona marcó una época con su baile majestuoso, trazando los pasos y mudanzas que hoy definen la estética del baile flamenco. Participó en la primera versión del espectáculo La calles de Cádiz de Encarnación López La Argentinita en 1933.