Atendiendo a la máxima de que la música, como la materia, ni se crea ni se destruye, solo se transforma, iremos viendo en cada caso dónde se encuentran las raíces de los diferentes estilos y dónde bebieron en cada caso hasta consolidarse como estilos flamencos propiamente dichos.
Seguramente los primeros estilos que comenzaron a florecer dentro de la estética flamenca fueron, por una parte, los polos y las cañas, por otra, las serranas y tonadas livianas, tonadas romanceadas como las gelianas o gilianas, las malagueñas y rondeñas. Enseguida, mediado el siglo 19, cuando los jaleos se alzan con la supremacía entre los gustos de artistas y público, surgen, por una parte las soleares y cantiñas y, como paradigma del cante jondo, las seguiriyas, estilos estos últimos que marcarán el camino junto al resto que acabarán “convirtiéndose” en flamencos. Para entendernos, esa transformación se basa en inyectar aromas de seguiriya y soleá a todo cante popular andaluz que se preste a ello. La popularidad de la “nueva música” obliga. Los artistas, de cante, toque y baile, serán los encargados de obrar el milagro adoptando una alquimia adecuada que otorgue “carta de naturaleza flamenca” a toda canción que se adapte a esa norma estética.
Las variantes de fandangos como murcianas, granadinas, etc., se harán flamencas por mor de maestros cantaores de la segunda mitad del XIX. Las versiones que aparecen citadas en la primera mitad de siglo eran fandangos del folclore que aún no habían dado el salto a sus versiones flamencas, en las que Juan Breva, Chacón o el Cojo de Málaga tendrán mucho que ver, pero en sus formas primitivas son canciones de la música tradicional. Esto quiere decir que si encontramos un fandango, por ejemplo de Huelva, documentado en la primera mitad del XIX, no lo podemos considerar flamenco, ya que no fue hasta el siglo XX cuando ciertos cantaores empezaron a forjar las variantes flamencas de los fandangos tradicionales de la provincia onubense: Rebollo, Rengel, Isidro, Toronjo.
Los estilos que surgen en las primeras décadas del siglo XIX son como decimos las llamadas seguidillas del sentimiento, las livianas, un numeroso repertorio de jaleos de cuyo aroma se acabarán empapando también la caña y el polo, aunque sobre todo los cantos de soledad y las cantiñas, las mencionadas malagueñas y rondeñas, y también harán ese camino la petenera y la guajira americanas. Por otra parte, los géneros festeros, bulerías o tangos gozan de una calurosa acogida al ser interpretados con acento flamenco, desprendiéndose de su originaria cadencia teatral y folklórica acabando el siglo XIX y principiando el XX.
El recién nacido flamenco convivía con el teatro lírico, género que incluía entre sus números, cada vez con más frecuencia, cantos de raigambre popular, intercambiando elementos musicales. El tango zarzuelero, por ejemplo, proporciona compás y cadencia al flamenco, y este hace lo propio con el tango teatral.
En el siguiente cuadro podemos observar cómo fueron apareciendo los estilos desde la segunda mitad del siglo XVIII, con los géneros preflamencos y, ya en el XIX y primeras décadas del XX, los palos flamencos tal y como hoy los reconocemos.