Los flamencos y el miedo a volar – Las cozas (IX)
En general, a los artistas flamencos les da pánico volar. Y mira que han viajado y viajan sin cesar. Cientos de contratos perdidos, una carrera tirada por la borda debido a la aerofobia.
No me lo han contado, lo he vivido. En general, a los artistas flamencos les da pánico volar. Y mira que han viajado y viajan sin cesar desde que nacieron las líneas aéreas. Antes, el barco era el medio de transporte más usual para los flamencos. Gades me contó cómo, estando con Pilar López, salió un contrato en Japón y fueron a la isla nipona en barco, tres meses de viaje de ida, quince días trabajando en Tokio y otros tres meses de vuelta. Ahí es nada. Con Antonio, en los cinco años que estuve girando por todo el mundo volamos sin parar, viajes donde aún se podía fumar, excepto en Japan Airlines y aún así fumábamos. Viajes de quince horas a Hong Kong, a Yakarta, a Santiago de Chile o a São Paulo. Cinco años metidos en un avión. Yo nunca tuve aerofobia, pero he visto a los flamencos de la compañía, que habían dado en treinta años cincuenta vueltas al mundo, morirse de miedo al montarse en un avión. Recuerdo cómo temblaba el aparato alzándose para atravesar los Andes y superar la inmensa cordillera despegando desde Chile. El aparato tenía que adentrarse en el Pacífico para tomar la altura suficiente. Entonces, mientras atravesábamos los picos nevados, algún gracioso soltó (siempre hay algún gracioso queriendo dar por saco): «Aquí fue la tragedia de la película ¡Viven!». Las caritas blancas de los flamencos eran todo un poema.
He conocido artistas –y no diré nombres por respeto, aunque seguro que quien lea esto conoce a más de uno y más de dos– que han visto su carrera muy mermada por no querer volar. Te sale un contrato en Berlín y vas en tren o en coche, pero si hay que ir en avión no vas, que busquen a otro. Imagínate. Cientos de contratos perdidos, una carrera tirada por la borda debido a la aerofobia. Confieso que tengo pasión por ver la tierra desde el aire, siempre intento viajar en ventanilla, reconocer paisajes y ciudades desde el cielo es una afición que arrastro desde niño. El amor por los mapas me viene de familia y desde un avión puedes disfrutar de una carta en vivo y en directo. Algo hay también de combatir el miedo a volar mirando al exterior, cuando hay turbulencias me da miedo no ver por dónde volamos. Recuerdo un viaje a Indonesia en un Jumbo 747 lleno hasta la bandera que crujía mientras atravesaba el imponente Himalaya, aquello parecía que se iba a partir en dos. Miedo no, pánico.
Para combatirlo, el whisky era un aliado para muchos. Subirse a un avión habiéndose bebido Escocia entera solía ser infalible mientras los ronquidos se oían hasta en Pamplona. La baraja también era una gran compañera de viaje que te hacía olvidar durante un rato al menos que estás a diez mil metros de altura, a cincuenta grados bajo cero, a ochocientos kilómetros por hora. Pero no hay nada como cantar. Al principio la gente en general se sentía afortunada de vivir en directo los cantes de artistas españoles, a la cuarta la expresión iba tornándose en hartura. Pero no importaba. Lo esencial era ahuyentar la jindama, escapar del pavor que produce volar en algunos corazones y cabecitas. Comprendo que resulta insoportable. La superstición inherente al carácter de los flamencos juega en contra en esos momentos. No quiero ni decirte si a alguien se le ocurre nombrar la petenera, con su injustificado y arbitrario mal fario que persigue al precioso estilo flamenco. Aquel que grabaron nada menos que Manuel Torres o Pastora la Niña de los Peines, Camarón o Morente, y que se sepa a nadie ha perjudicado, pero si pronuncia el nombre volando en avión… ay, si las miradas matasen.
«Los flamencos, unos más que otros, lo pasan fatal. Cada movimiento inesperado es temido y tú, en un intento de tranquilizarlos, te inventas una teoría sobre aeronáutica. Pero da igual. Te miran esbozando una sonrisa que esconde el pánico más cruel. Te agarran el brazo y lo aprietan a cada movimiento brusco haciendo daño»
Recuerdo una gira por Brasil que nos llevo a una docena de ciudades y, debido a que ese maravilloso país es en sí mismo un continente, precisas ineludiblemente del avión para trasladarte de una a otra. Sales de Río de Janeiro destino Manaos, en el centro del Amazonas, y durante tres horas solo ves selva, cada diez minutos una calva producida por la industria maderera y vuelta a la jungla, vegetación que engulle las carreteras al poco de abrirse paso entre ella. Y, desconozco por qué, en ese país los pilotos no descienden poco a poco, como generalmente se hace, perdiendo altura paulatinamente según se acercan al aeropuerto de destino, no. Cuando les quedan tres minutos para aterrizar se tiran en picado para a cincuenta metros del suelo enderezar la nave y tomar tierra. Una técnica que da un miedo atroz y no hace falta describir la expresión facial de mis compañeros de camerino en aquellos momentos. Un poema, pero un poema gordo.
Cuando fuimos a Cuba (Gades era compadre de los Castro y sus restos descansan en el Panteón de Héroes de la Revolución) íbamos de una ciudad a otra en los famosos “patitos” cubanos, pequeños aparatos sin ventanillas que crujen que da pánico escucharlos despegar. De La Habana a Guantánamo, mil kilómetros de turbulencias que te ponen los pelos de punta. Aquella gira, documentada en dos programas que se pueden ver aquí y aquí, fue una delicia pero el miedo que pasamos sobrevolando la Perla del Caribe no se olvida. En general, en los niños y niñas del cuerpo de baile no se apreciaba miedo alguno, son de una generación en la que volar forma parte del trabajo de artistas, pero los flamencos, unos más que otros, lo pasan fatal. Cada movimiento inesperado es temido y tú, en un intento de tranquilizarlos, te inventas una teoría sobre aeronáutica y los efectos del clima adverso sobre los aviones y lo preparados que están para soportar cualquier inclemencia. Pero da igual. Te miran esbozando una sonrisa que esconde el pánico más cruel. Te agarran el brazo y lo aprietan a cada movimiento brusco haciendo daño.
No quiero ni pensar cómo serían aquellos viajes en los años cincuenta y sesenta cruzando el Charco aguantando el miedo horas y horas mientras atravesaban el océano hasta llegar al país de destino. Aunque una vez que el avioncito había aterrizado aún no había pasado lo peor, todavía faltaba el viaje de vuelta. Las Cozas.
→ Ver aquí las entregas anteriores de la sección A Cuerda Pelá de Faustino Núñez en Expoflamenco